La "huelga nacional" convocada para hoy y mañana por las principales centrales obreras, con el respaldo a veces tácito, a veces explícito del Ejecutivo, representa un episodio inédito en la historia reciente de Colombia.
De antemano hay que dejar claro que el derecho a la huelga está consagrado en la Constitución y es una herramienta legítima de expresión ciudadana. Aun así, su promoción por parte del Gobierno, en contra de otra rama del poder, el Congreso en este caso, resulta cuando menos cuestionable. Y es que una cosa es un llamado de organizaciones civiles a suspender actividades laborales y a realizar manifestaciones a favor de un proyecto político y una agenda, y otra muy distinta es que sea el Poder Ejecutivo el más interesado en promoverlas y utilizarlas como un mecanismo de presión sobre una institución que, como el Legislativo, tiene autonomía y cumple funciones deliberativas y de control bajo el sano principio de separación de poderes.
Lo paradójico es que el Congreso sí está tramitando los proyectos presentados por el Gobierno: el de reforma laboral –revivido recientemente– y el de la salud –aun con su accidentado historial– siguen su curso dentro de los canales democráticos y bajo las reglas del juego establecidas. De ahí que sea válida la pregunta sobre las motivaciones del Ejecutivo para apoyar las movilizaciones de hoy y mañana. No se entiende por qué presionar con marchas si la discusión está activa y se han dado señales de apertura y disposición al diálogo por parte de diferentes bancadas y gremios. Y es justamente ese espacio, el Legislativo, el escenario adecuado para el debate de fondo, no la calle.
La convocatoria de una huelga en estas circunstancias proyecta, además, un mensaje errático hacia la ciudadanía, y así lo han manifestado sectores políticos y autoridades de varias capitales. El país recuerda con dolor los excesos de 2021, cuando protestas legítimas terminaron envueltas en episodios de violencia, destrucción y parálisis. Repetir ese libreto sería un error grave, tanto para la sociedad como para el Gobierno, que es el primer llamado a preservar el orden y a garantizar la institucionalidad. El Presidente, más que alentar la confrontación con los legisladores –acusándolos de traicionar al pueblo o de votar en contra de sus electores–, debería invitar al entendimiento y evitar las expresiones desobligantes que, lejos de contribuir a la deliberación democrática, alimentan la crispación.
El tono del Ejecutivo en los últimos días ha venido subiendo, tanto en los cabildos abiertos como en sus intervenciones públicas. Y, aunque es cierto que el Gobierno cuenta con una base social significativa, debe ser muy cuidadoso en no confundir liderazgo popular con facultades para hostigar a los poderes que le sirven de contrapeso. La democracia no es solo el gobierno de la mayoría; es también el respeto por los procedimientos, la deliberación entre actores con diferencias legítimas y la preservación de las formas que permiten esa convivencia.
Lo sensato sería dar espacio para que el Congreso continúe su tarea. Las reformas son necesarias, se están discutiendo y hay margen para la concertación. Lo que no debe ocurrir es que desde el mismo Ejecutivo se estimule la idea de que quienes no están con el Gobierno están contra el pueblo. Ese es un lenguaje peligroso que desconoce la diversidad del país y desnaturaliza el sentido mismo del debate democrático.