Muchas quejas se vienen escuchando por el desaseo que presenta Bogotá. Las imágenes con los desechos esparcidos sobre el espacio público denotan abandono, desidia y generan percepción de inseguridad. Es un problema de la ciudad, claro, pero sobre todo, de quienes la habitan.
No hay que llamarse a engaños: si Bogotá está sucia es porque varias cosas no funcionan. La primera es el propio esquema, contratado hace 7 años. El modelo, en el papel, funciona, pero en la práctica deja mucho que desear. Las franjas horarias para la recolección de basuras, por ejemplo, dan un amplio margen para que se saque la basura a destiempo y que habitantes de calle, animales o recicladores informales rompan las bolsas y dejen la basura expuesta. La interventoría, entre tanto, brilla por su ausencia.
Por otro lado, está el tema de los escombros. La ciudad está plagada de ellos. No hay reparo en sacar colchones, sanitarios, muebles y dejarlos a merced de quien a bien tenga llevárselos. Hay 700 puntos detectados con este problema. Y ni hablar de los desechos de construcción, otra pesadilla que no ha podido ser controlada.
Y también está el papel de la Unidad istrativa Especial de Servicios Públicos (Uaesp), nombre largo para una entidad a la que le faltan dientes a la hora de meter en cintura a operadores, recicladores y avivatos que ensucian la ciudad. No tiene poder sancionatorio y los contratos son laxos.
Finalmente, está la responsabilidad ciudadana. La falta de cultura es palpable, se refleja en operarios de restaurantes y cafeterías que botan los desperdicios en el andén, sacan la basura a destiempo, no reciben castigo y no hay autoridad que actúe sobre ellos. Toda una cadena de obligaciones en la que nadie asume su parte. Se necesita más coordinación entre entidades del Distrito, que las alcaldías locales actúen, que los operadores sean parte de la solución y no del problema, y que la ciudadanía trate a Bogotá como a su propia casa.