Luego de su resurrección en la plenaria del Senado el pasado 14 de mayo, la reforma laboral ha superado un nuevo umbral con su aprobación en la Comisión Cuarta del Senado. Este paso confirma que, a pesar de las tensiones políticas y de los diferentes intereses que rodean este tipo de iniciativas, es posible construir acuerdos en el marco institucional y avanzar en reformas con efectos tangibles para los trabajadores. Sin embargo, lo que viene ahora es decisivo: la votación en la plenaria del Senado y luego la conciliación entre los textos aprobados en esta corporación y en la Cámara.
El reto político sigue siendo alto. El Senado en pleno deberá mantener la vocación de consenso, sin presiones indebidas que socaven su autonomía. Y lo que vaya al trámite de conciliación debe preservar el espíritu de concertación que está logrando articular propuestas del Gobierno con planteamientos de diversos sectores políticos, empresariales y sindicales. Lo que ocurre hoy es una muestra de que sí es posible llegar a puntos comunes en un país tan polarizado. Sabotear ahora esa construcción sería irresponsable y nocivo para la democracia.
En esa lógica, tanto el Congreso como el Ejecutivo tienen una obligación clara: elevar el debate, dejar de lado posturas intransigentes y trabajar para que avance un texto coherente, que le convenga al país y con respaldo amplio. La reforma laboral no puede convertirse en botín de ninguna de las partes y menos en campo de batalla de una campaña electoral anticipada. Tampoco, reiteramos, en un instrumento de chantaje por parte del Ejecutivo, que por el momento puede darse por satisfecho, a la luz del articulado aprobado en la mencionada comisión. Y sin necesidad de apelar a la división y a la agitación social.
Se ha confirmado que es en el debate legislativo donde deben encontrarse y conjugarse las diferentes visiones del país.
Porque el llamado a una huelga general, promovida desde la Casa de Nariño con argumentos difusos, ha sido una señal equivocada. Más allá de que la convocatoria no resultó lo que esperaban sus organizadores, dada la baja afluencia de manifestantes, el antecedente de usarla como mecanismo de presión alimentado por mensajes del Ejecutivo es inconveniente.
Hay que recordarlo con claridad: Colombia no es un régimen totalitario, y es precisamente en el debate legislativo donde deben encontrarse y conjugarse las diferentes visiones del país. Por eso, es equivocada y de un alto riesgo la amenaza del Gobierno de que convocará la consulta popular por decreto si el Senado no vuelve a votar la que hundió por mayoría. El cauce correcto en un Estado derecho es que el Ejecutivo acuda a las instancias jurídicas para llevar sus argumentos en contra de la votación de los senadores, en vez de plantear una ruptura institucional de consecuencias impredecibles.
Es necesario actuar con sentido de Estado, comprendiendo que el camino es el trámite de la reforma y que una buena ley no es la que le da la razón completa a un sector, sino la que logra sintetizar las necesidades y aspiraciones de una sociedad plural y compleja como la colombiana.
En últimas, el resultado de esta etapa deberá ser una reforma que refleje el consenso, que garantice mejores condiciones laborales, que proteja la creación de empleo y la sostenibilidad empresarial, sobre todo, que surja del respeto a las formas y los canales democráticos. El camino que sigue es una oportunidad para demostrar que en Colombia todavía se puede deliberar y legislar con altura.