Durante 2023, Colombia logró revertir la tendencia histórica de pérdida de bosques. Las cifras fueron reconocidas internacionalmente y señaladas como prueba de que el país podía liderar una lucha contra el cambio climático desde la protección de sus ecosistemas.
Sin embargo, se advertía con claridad desde entonces –también desde estos renglones– que esos meritorios logros eran frágiles. Que dependían más de coyunturas –incluidas treguas con grupos armados– que de una verdadera transformación institucional. Hoy, desafortunadamente, el más reciente informe del World Resources Institute confirma esa advertencia: la deforestación en Colombia se disparó en 2024, con un alarmante incremento del 48,5 % en la pérdida de bosques primarios, tan fundamentales para el ecosistema.
Lo primero por decir es que no basta con tener un buen diagnóstico ni ambiciosos planes de conservación si no hay control territorial. Así lo demuestran las 98.220 hectáreas de bosques primarios destruidos en un solo año; así lo confirma el aumento del 53 % en pérdida de bosques no asociada a incendios. Poco sirve un programa de restauración si las entidades del Estado no pueden entrar a ejecutarlo. Cuando la deforestación se redujo, se reconoció y aplaudió el logro, pero se advirtió que este no podía depender de la buena voluntad de quienes en realidad y por la fuerza controlan los territorios.
El aumento de áreas de pastoreo en zonas de selva no puede entenderse sin rastrear flujos de dinero e intereses políticos
De igual forma, mientras las economías ilegales –como la coca y el oro– sigan creciendo sin freno bajo el control de grupos criminales, no habrá pacto ambiental con las comunidades que valga. La minería ilegal, la presión sobre las fuentes hídricas y el aumento de cultivos ilícitos son motores de destrucción que imponen su ley a punta de intimidación y violencia. No se puede pedir a una comunidad que preserve la selva si la única alternativa económica que le llega lo hace escoltada por fusiles. Como han señalado varios expertos del WRI, sin seguridad territorial, sin gobernanza real, sin justicia y sin presencia estatal robusta, la deforestación seguirá su curso.
El tercer punto, a menudo ignorado, es el rol silencioso pero devastador del acaparamiento ilegal de tierras y la ganadería extensiva, en algunos casos con dineros de dudoso origen. El crecimiento desmedido de áreas de pastoreo en antiguas zonas de selva no puede entenderse sin rastrear los flujos de dinero, los intereses políticos y las redes clientelistas que lo sustentan.
De ahí que cualquier acción estructural contra la deforestación deba incluir un componente de fiscalización financiera, seguimiento predial y lucha contra la corrupción territorial. No se trata de estigmatizar al pequeño ganadero, sino de evidenciar que hay dinámicas mucho más grandes y peligrosas detrás de lo que parece una expansión inocente. Urge que el proyecto de trazabilidad de la carne, en su segundo intento con el apoyo del gremio ganadero, vea la luz.
El aumento de la deforestación no es un accidente ni un simple retroceso temporal. Es el síntoma, grave por demás, por todo lo que implica, de una estructura débil, de una institucionalidad cercada y de una agenda ambiental que, en la práctica, sigue subordinada a otras urgencias. Y apremia enderezarlo.