En su cruzada por reconfigurar el rostro de las instituciones estadounidenses, el presidente Donald Trump ha elegido como blanco a la prestigiosa Universidad de Harvard.
No es nuevo: durante su anterior mandato le recortó 250 millones de dólares en presupuesto a esta universidad, una de las más reconocidas del mundo. Pero ahora ha ido mucho más lejos. Una directiva firmada recientemente busca vetar el ingreso de estudiantes extranjeros, más de 6.000 en el caso de Harvard –que, dicho sea de paso, forman parte fundamental de su identidad–, como parte de una ofensiva ideológica que amenaza no solo a esta institución, sino el principio mismo de apertura que ha definido la educación superior estadounidense.
La universidad, que despliega su campus en Allston, en Boston, y en Cambridge, Massachusetts, ha respondido con una demanda vigorosa. Y hace bien. Porque lo que está en juego no es únicamente la posibilidad para miles de jóvenes de acceder a una formación de excelencia, ni el prestigio de una institución mítica. Lo que se pone en entredicho es el valor mismo de la autonomía universitaria y de las libertades que, en teoría, son pilares de la democracia estadounidense, más allá de la discusión, que debe darse, claro, sobre cuál es el marco bajo el que se implementan las políticas de inclusión. Esas que no son del agrado del inquilino de la Oficina Oval.
De lo que sí no hay duda es de que el veto a estudiantes internacionales corta de tajo sueños, investigaciones, proyectos diversos de vida y, sobre todo, la posibilidad de construir puentes en un mundo cada vez más fragmentado.
Esta tensión trasciende lo académico. Es una disputa que, a juicio de algunos, pasa por el espíritu de la democracia del país del norte. Por ahora está claro que la educación, que Harvard ha sabido encarnar desde 1636, no puede ser rehén de cálculos políticos ni víctima de discursos de exclusión.