La jornada electoral del domingo pasado en Venezuela dejó un mensaje claro: la gran mayoría del país les dio la espalda a unas elecciones que carecían, una vez más, de legitimidad. Las cifras oficiales hablan de una participación del 42 %, pero los registros de los centros vacíos, las denuncias de inconsistencias en los escrutinios y los testimonios recogidos por los medios internacionales sugieren que la abstención fue incluso mayor. María Corina Machado habla de un 85 % de inasistencia a las urnas. Y si bien no hay datos independientes para confirmarlo, la imagen de un país en silencio, con sus calles vacías en lugar de colas electorales, es contundente.
Los llamados de la principal líder opositora a no convalidar con el voto lo que ella ha calificado como “una farsa electoral” parecen haber hallado eco. Luego de denunciar el fraude de las presidenciales del 28 de julio, en las que el Consejo Nacional Electoral le otorgó la victoria a Nicolás Maduro sin mostrar jamás las actas, la oposición –pese a sus divisiones– apostó de forma mayoritaria por la desobediencia civil como estrategia. Y el resultado, aunque simbólico, no es menor: el chavismo tendrá el control en 23 de las 24 gobernaciones, pero ante un país que se negó masivamente a participar.
La reconstrucción de una institucionalidad democrática exige presión diplomática y liderazgos para unir a la oposición.
No es este, sin embargo, un triunfo absoluto para quienes se oponen al régimen. La elección, tal como había sido diseñada, estaba plagada de anomalías. Fue un proceso irregular, sin garantías ni veeduría internacional, con un órgano electoral completamente cooptado y sin margen para la expresión libre del voto. El régimen utilizó esta convocatoria como una puesta en escena para sellar institucionalmente su dominio, y ya anuncia una reforma constitucional que, de concretarse, podría dar el paso definitivo, si es que faltaba, hacia el totalitarismo. Se acabarían, entre otras, las elecciones directas.
Es legítimo celebrar que gran parte del país no haya caído en el juego del oficialismo. Pero sin perder de vista que el andamiaje institucional de la dictadura sigue afianzándose. Las decisiones unilaterales del CNE, el rediseño inconstitucional de los circuitos electorales, la creación de curules por mecanismos no previstos en la Constitución y la captura de la Asamblea Nacional con personajes del círculo más cercano al poder son pasos claros hacia un sistema político en el que no hay espacio para la alternancia ni mucho menos para las libertades básicas.
La lucha democrática en Venezuela sigue viva, pero enfrenta obstáculos crecientes. María Corina Machado ha logrado revitalizar una oposición golpeada y fragmentada, ha sabido canalizar la indignación ciudadana y convertirla en una estrategia de resistencia. Pero el país necesita más que gestos simbólicos. La reconstrucción de una institucionalidad verdaderamente democrática exige, entre otras cosas, presión diplomática sostenida, articulación de los liderazgos democráticos para unir a la oposición.
El riesgo, como ya lo hemos advertido, es que se normalice lo inaceptable. Que la comunidad internacional, por fatiga o cálculo geopolítico, deje de mirar hacia Venezuela. La abstención del domingo fue un clamor del pueblo. Buena parte del país se negó a avalar el simulacro. Pero ese grito, para que sea eficaz, debe traducirse en organización, propuestas y alianzas.