Sorprende gratamente la fortaleza de la economía, pues desde el Estado se hace todo lo que es recomendado para acabarla. Se ha presionado la inflación con la injusta tragedia del gas importado, la distribución y generación eléctricas, y la moratoria de hecho declarada por el gobierno a sus numerosos acreedores de subsidios y cuentas, encareciendo tarifas y precios. Los aumentos salariales exageradamente superiores a la inflación empujan los precios, como lo dice el último IPC, y convierten el consumo en motor precario de la dinámica económica.
El fisco desequilibrado solo ayuda a que el consumo de hogares y Gobierno crezca, sin fortaleza del aparato productivo. En vez de ajustar en serio el gasto público, sin ejecutar el ya decretado proponen más erogaciones improductivas para divisivos procesos electorales, trenes ilusorios y giros para los afines al Gobierno, rompiendo la regla fiscal.
Los embates contra la inversión son diarios: cuando no es odio contra el capital nacional o extranjero, es amenaza de aumento por decreto de la carga tributaria, desmantelamiento del ahorro pensional o anuncio del final de las concesiones en puertos, aeropuertos o carreteras. Los mercados y las calificadoras han tenido paciencia, pensando que tal vez del dicho al hecho hay trecho. Lo sensato no se concreta; y lo insensato se reitera hasta volverlo realidad.
El frente externo, sin nuevas exportaciones fósiles, está en las cifras de hace una década, con desbalance importador y amenazas arancelarias decimonónicas de EE. UU., exacerbadas por nuestra mala política exterior que ahora mira a China no para nuestra prosperidad de largo plazo, sino para pelear con Trump antes de agosto del año entrante, como gran legado. También pesa en esas amenazas la renuncia a perseguir con decisión el crimen organizado, que aparentemente aporta, según analistas económicos globales, más del 3 % del PIB. Este porcentaje significa aproximadamente doce mil millones de dólares, similar al de las remesas, cuatro veces las ventas externas de café y un poco menos que las de energía fósil.
La informalidad en el empleo, en caída durante la década anterior, supera el 56 %. Sin embargo, se propone una consulta que golpearía el formal 44 % restante, sin mejorar la precariedad laboral de la mayoría.
La deuda aumenta sin parar, hasta el 66 % del PIB. La nueva se ha encarecido un 15 % desde 2022 y las fuentes se han estrechado: por falta de méritos se acabó la línea contingente del FMI y Trump anuncia restricciones en los desembolsos de los bancos multilaterales para proyectos que no le gusten, con la excusa inveterada y arrogante de su seguridad. Pasarles el cepillo a los variopintos Brics no nos soluciona la escasez.
Las transferencias regionales no fluyen, no hay proyectos con regalías, los dineros para rescatar la terciana salud no aparecen y todos los días se cuestiona la transparencia pública contractual y burocrática. Así, la cifra de crecimiento del primer trimestre debe mirarse con ojo crítico. En ella no pesa el descanso de Semana Santa, que sí pesó el año pasado, lo cual puede alterar la medición. Descontemos ese hecho y que el narcotráfico esté aportando más que antes.
Lo que realmente creció lo hizo a pesar del Gobierno: el café, en bonanza de varios años, prospera en medio de una persecución a Fedecafé desde la Casa de Nariño. El turismo crece, a pesar de la inseguridad. El azar masivo aumenta vicioso. El entretenimiento, léanse sobre todo los reintegros por servicios de webcams y otras joyas, sugiere montos inimaginables y crecientes, sin cifras oficiales. Y la industria sigue mustia; la construcción y la minería legal, en declive; la ilegal, en apogeo. No hay inversión. No subirán recaudo ni crédito.
Creció el PIB. Es buena noticia. Pero sobre todo porque la economía, aunque contaminada, se niega a naufragar. Sus timoneles se dedican al tráfago de la huelga general y de la vista gorda. No a guiarla en un mar encrespado.
LUIS CARLOS VILLEGAS