Suena a "idea para una novela distópica": un presidente que no tiene funcionarios, sino chivos expiatorios. Y los sacrifica semana tras semana para lavarse las manos, para desviar la atención; para revolverle el estómago al país que rechaza; para mostrar que puede echarle los perros bravos al que no le sirva; para hacer pasar la pequeñez por grandeza. La apedreada de estos días, que merecía mejor suerte porque desde los 13 ha dado su vida por la de todos, es la vicepresidente Márquez. Tuvo el coraje de señalar al Gobierno por patriarcal, racista y entorpecedor, y no solo fue lapidada por insensatos, sino que el presidente se sumó a la lapidación. Y, como la aniquilación de su nombre es el colmo del fiasco, es justo pensar que no fue la izquierda, ni el progresismo, ni el liberalismo social, sino una parodia de la compasión, lo que llegó al poder hace tres años.
Márquez, de 44, también ha vacilado a la hora de asumir el Estado, pero sigue siendo esa líder social reconocida en el mundo por defender el alma de su comunidad, por exigir respeto por los territorios ancestrales, por simbolizar la vida digna a pesar de la violencia, por enfrentárseles a los mineros ilegales, por marchar, de Suárez a Bogotá, bajo la mirada armada del paramilitarismo, y sumarse a los acuerdos con las Farc desde La Habana hasta el Consejo Nacional de Paz. Márquez ha sido leal con las causas sociales que este Gobierno juró encarnar, pero desde que presentó su malogrado Ministerio de la Igualdad, en Istmina, en enero de 2023, ha sido tratada con desdén por la presidencia. Y era cuestión de tiempo que su "soy porque somos" fuera declarado enemigo de este "son porque soy" que se la juega toda por negar sus responsabilidades.
Desde el principio de los tiempos colombianos, al menos desde 1810 hasta hoy, nuestra cultura ha sido entorpecida por líderes expertos en crear las condiciones para la violencia: los odios, las camarillas, los ataques a las instituciones, las propagandas. Que este Gobierno esté echándole la gente encima a un Congreso elegido por la gente, que este Gobierno esté llamando a la protesta de su pueblo contra la oligarquía del siglo pasado –"no se atacan los bienes de la clase media", se advirtió en el clímax del delirio– como convocando al "estado de opinión" que añoraba el uribismo, como negando el enorme poder del presidente en tierra presidencialista, prueba que seguimos en manos de los mismos perdonavidas. Y ya que no es el progresismo, porque el progresismo fundamentalista no existe, nos lleva a preguntarnos qué es lo que nos está gobernando.
Puede que estemos viviendo hoy, en todo el mundo, pesadillas de las que ya habíamos despertado, pero aquí en Colombia no estamos para gobernantes engañosos.
¿Quiénes son los astutos que nos están conduciendo –de la desilusión a la desilusión– después de estos tres años de purga de régimen descabellado?
¿Son los extremistas caprichosos, más los politiqueros camaleónicos, más los de los clanes electorales que han sobrevivido a todos los apocalipsis?
Vaya usted a saber qué tan bien saldrá la apuesta de desterrar a todo aquel que ose defender el liberalismo, el consenso y el reformismo cuerdo e imperfecto, y se atreva a rechazar el liderazgo que reduce a la gente a daño colateral. Vaya usted a saber si las purgas y la movilización social contra el Estado empujarán a los votantes de marzo de 2026 a "votar emberracados". Pero este país que sigue viviendo la guerra que Márquez ha encarado –y que el Cinep e Indepaz siguen contando– solo merece presidentes demócratas que desmonten la violencia palabra por palabra: puede que estemos viviendo hoy, en todo el mundo, pesadillas de las que ya habíamos despertado, pero aquí en Colombia no estamos para gobernantes engañosos e inclementes que nos griten "fueron ellos los que empezaron la violencia" con el incendio a sus espaldas.