De todas las noticias que ha dado el presidente de Estados Unidos esta semana, que incluyen memes, entrevistas incómodas con otros jefes de Estado y nuevos pulsos por aranceles, quizás la más reveladora –porque tiene que ver con el empeño de acercarse la cultura– sea la decisión de ponerles impuestos del ciento por ciento a las producciones audiovisuales filmadas fuera de su país: “La industria del cine norteamericano está viviendo una muerte acelerada”, explicó, por culpa de los incentivos que se dan a los realizadores en otros parajes del mundo, y “queremos películas hechas en América otra vez”.
Durante décadas, superadas las guerras mundiales, resultó impensable que los gobernantes trataran de dominar la cultura de sus países. El presidente Trump, que hace unas semanas firmó una orden ejecutiva para “restaurar la verdad en la historia americana”, ha ido retirando los apoyos a los artistas, ha disminuido seriamente la financiación de los prestigiosos medios públicos y se ha nombrado presidente del Centro Kennedy para las Artes, y ahora, en lo que algunos llaman una jugada más para ganar la guerra cultural contra la Norteamérica progresista, no solo ha decidido meterse con un Hollywood globalizado que cada vez produce más por fuera del país, sino hablar de tarifas para enfrentar una supuesta “propaganda extranjera” que amenaza a la nación.
Cuando Trump nombró a sus tres embajadores en la industria, los actores John Voight, Mel Gibson y Sylvester Stallone, con el objeto de “hacer a Hollywood más fuerte que nunca”, sonó a agradecimiento con las viejas glorias que lo apoyaron en campaña. Hoy, luego de ver cómo consiguió el respaldo de los magnates de las plataformas que antes lo criticaban, cabe pensar que en realidad le interesa poner al cine de su lado. Es, por supuesto, un reto más para las democracias: defender el respaldo del Estado a unas artes críticas y libres.
EDITORIAL