La situación humanitaria en Gaza ha superado todos los límites concebibles de sufrimiento y devastación. Más de 53.000 personas han muerto desde octubre de 2023, cuando comenzó la ofensiva militar de Israel como respuesta al atroz ataque terrorista de Hamás, que segó la vida de más de 1.200 civiles israelíes. Desde entonces, el conflicto se ha intensificado hasta alcanzar un nivel de destrucción que desafía no solo las normas del derecho internacional, sino también los fundamentos éticos más elementales de la humanidad.
Porque lo que ocurre hoy en Gaza no puede ser entendido únicamente como una prolongación del conflicto árabe-israelí. Lo que está en juego va más allá de las fronteras de Oriente Próximo: es la legitimidad misma de los mecanismos internacionales que se crearon para proteger a las poblaciones civiles en tiempos de guerra. Es la vigencia del derecho humanitario; es la posibilidad de que siga siendo creíble afirmar que los derechos humanos son universales.
Que Gaza no sea un punto de quiebre irreversible en
la historia de los derechos humanos. Aún estamos a tiempo.
Y no hay causa, por legítima que sea, que justifique el colapso deliberado de un pueblo entero. La reciente evacuación forzada de Jan Yunis, la segunda ciudad más poblada de la Franja, y los ataques incesantes en Rafah, donde miles de desplazados ya no tienen adónde huir, son episodios de un horror que no puede seguir siendo asumido como parte del paisaje geopolítico. Lo repite la ONU y lo piden líderes de diversos países: permitir el inmediato y sin trabas de ayuda humanitaria no puede ser materia de negociación.
Claro que hay que recordar cuantas veces sea preciso que los ataques criminales de Hamás en 2023 fueron brutales, injustificables y merecen una condena inequívoca. Pero lo anterior no obsta para señalar que la respuesta del Estado israelí ha desbordado la proporcionalidad y ha terminado castigando de forma masiva a una población ya atrapada por años de bloqueo, pobreza y abandono. Más de la mitad de las víctimas registradas son mujeres, niños y ancianos. Una generación entera está creciendo bajo el trauma del desplazamiento, el hambre y la violencia. Y muy diezmada.
Con todo, lo más grave es la forma como el mundo empieza a convivir con esta tragedia. El riesgo de que acabe haciendo parte del paisaje es real y aterrador. Las imágenes dejan de conmover, las cifras pierden su carga simbólica y la indignación se diluye ante la complejidad de las posiciones políticas. Pero el planeta no puede permitir que Gaza se convierta en el nuevo umbral de la indiferencia. El silencio cada vez roza más la complicidad con un derramamiento de sangre que urge parar.
Hay que buscar y exigir la liberación de los secuestrados por Hamás. Y hay que detener los asesinatos de civiles gazatíes inocentes. La diplomacia internacional tiene el deber moral de redoblar esfuerzos y encontrar salidas reales para un alto el fuego sostenible. No hacerlo sería aceptar que, en pleno siglo XXI, puede haber zonas del mundo donde los derechos fundamentales de las personas sean letra muerta y el derecho a vivir en paz,una quimera. Que Gaza no sea el punto de quiebre irreversible en la historia de los derechos humanos. Aún estamos a tiempo.