La minería ilegal de oro se ha consolidado como uno de los fenómenos más rentables y devastadores del crimen organizado en Colombia. No se trata ya de un problema ambiental o económico aislado, sino de un engranaje criminal con alcance nacional e internacional que involucra estructuras armadas, redes de tráfico, lavado de activos y afectaciones profundas al tejido social y el ecosistema, tal y como lo denunció el informe publicado por este diario a comienzos de esta semana. Frente a esto, urge una política pública robusta, con liderazgo desde el Ejecutivo, que enfrente esta amenaza con la decisión y seriedad que amerita.
Las cifras son contundentes. Según el Ministerio de Defensa, 306 municipios, en 23 departamentos, están siendo impactados por la extracción ilícita de oro. Las disidencias de las Farc, el Eln, el ‘clan del Golfo’ y otras bandas han encontrado en esta economía ilegal una fuente de financiamiento incluso más lucrativa que el narcotráfico. No es casualidad: mientras un kilo de coca se cotiza en cinco millones de pesos, uno de oro alcanza los 426 millones. La ecuación del crimen ha mutado, y con ella, los territorios. Y estos sufren.
La cadena criminal no termina en la retroexcavadora o en la draga en el río: sigue su curso a través de sofisticadas operaciones de lavado.
El daño es profundo y general. La deforestación masiva, el uso de mercurio y cianuro y la alteración de cauces hídricos han desencadenado consecuencias dramáticas: enfermedades crónicas, mutaciones genéticas y afectaciones irreparables en la salud de las comunidades más vulnerables. Lo que se vierte en los ríos no desaparece; se acumula en los cuerpos, en los suelos, en los alimentos. Lo que se está sembrando en estas regiones es una bomba sanitaria y ambiental que puede estallar en cualquier momento.
Combatir la minería ilegal requiere más que operativos aislados, que igual son bienvenidos, claro. Se necesita una estrategia integral con actuaciones en múltiples frentes: inteligencia, prevención, cooperación internacional y, especialmente, acciones efectivas en los mercados de capitales. Porque esta cadena criminal no termina en la retroexcavadora o en la draga en el río: sigue su curso a través de empresas fachada, exportaciones ficticias y sofisticadas operaciones de lavado.
En este punto, es imposible no lamentar que Colombia siga suspendida del grupo Egmont, la red que articula a las unidades de inteligencia financiera del mundo, como sanción por un mal procedimiento del Ejecutivo. Esta exclusión, que restringe el a información clave sobre operaciones sospechosas, representa un obstáculo serio para detectar a los verdaderos beneficiarios del oro ilegal: aquellos que capitalizan el negocio sin mancharse las manos. Negocio que a su vez financia distintas estructuras del crimen organizado que buscan cooptar y sustituir al Estado para someter a la gente a su pesado yugo. Recuperar el pleno a esta red debería ser una prioridad nacional.
Contra este flagelo se necesita una auténtica política de Estado con recursos, articulación y visión de largo plazo. Porque el oro ilegal está moldeando un nuevo mapa del crimen en Colombia.
Si el país no actúa con determinación, los ríos seguirán envenenados; los territorios, capturados, y las futuras generaciones pagarán un precio demasiado alto. La política debe estar a la altura del problema. Y el momento para actuar es ya.