Francis Ford Coppola, el maestro del cine que dirigió El Padrino, Apocalipsis ahora, La conversación, Drácula, Tucker y Los rebeldes, ha ganado todos los premios que puede ganar un cineasta, pero de vuelta en el ruedo, luego de varias décadas de experimentar con el lenguaje cinematográfico, de construir una serie de empresas rentables y de convertirse en productor de las películas de su hija –la brillante Sofia Coppola que filmó Las vírgenes suicidas, Perdidos en Tokio y María Antonieta– acaba de recibir el que quizás sea el más alto de los reconocimientos: el premio del American Film Institute (AFI) por toda su carrera.
Hay quienes aseguran, con pruebas, que el cine norteamericano de los años setenta es uno de los principales movimientos de la historia de todas las artes: cineastas como Spielberg, Scorsese, Lucas y De Palma, por decir unos cuantos, cambiaron para siempre el modo en que se comportan tanto el arte como la industria de las películas. Es claro que a la cabeza de semejante desembarco de talentos, como un padrino de tantos cinéfilos convertidos de la noche a la mañana en cineastas, estaba Coppola. Coppola se negó a rendirse al sistema de los estudios, reunió al grupo de los directores irrepetibles e hizo todo lo que estaba a su alcance para que los creadores no terminaran siendo tragados por el negocio.
Se quebró un par de veces. Pero siempre supo volver al cine. El año pasado –a los 85– estrenó una superproducción de más de cien millones de presupuesto, la osada Megalópolis, que él mismo financió con las ganancias de sus demás actividades comerciales.
La ceremonia del premio del AFI dejó claro su legado: al final del evento, luego de los conmovedores testimonios de sus amigos y sus colaboradores, no solo Lucas lo llamó su héroe, sino que Spielberg declaró a El Padrino como la mejor película americana de todos los tiempos. Fue una reivindicación justo a tiempo.
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