A mis queridos lectores quiero decirles algo que quizás sea bastante obvio: el mundo está lleno de huecos, algunos grandes y otros pequeños, pues al fin y al cabo el paisaje que nos rodea es una combinación de montañas con acantilados, cañones con sus ríos, cráteres de impactos de meteoros y legados humanos como minas y canteras.
Pero un hueco puede ser el comienzo de muchas ideas creativas, prácticas, simplemente divertidas, o mejor aún, una oportunidad de negocios donde se combinen la protección de la biodiversidad y el desarrollo. Se ha querido vender la idea (errónea) de que cuando una mina se crea, no quedará otra opción distinta a la de un impacto irreversible en el paisaje, pero la realidad puede ser muy distinta dado que cuando las minas y canteras cierran, su destino no debe ser el convertirse en una cicatriz en el paisaje, ni mucho menos en una fuente de contaminación, tampoco debe ser el fin de la forma de empleo de las comunidades que, por muchas décadas, desarrollaron sus vidas alrededor de las minas.
Con imaginación y determinación, un paisaje minero puede ofrecer algo radicalmente diferente a lo que un discurso catastrófico ha querido vender. La transformación de un paisaje minero puede, en muchos sentidos, ser un sinónimo de esperanza.
Los invito a leer un gran libro que se llama 102 cosas que hacer con un hueco en el suelo, publicado por el proyecto Eden*. Los cierres mineros se han venido dando a lo largo del tiempo, quizás no podrían imaginar algunas soluciones que podrían considerarse inusuales, donde antiguos sitios mineros dan paso a la conformación de lagos que funcionan como centros de desarrollo turístico y acueductos, cervecerías, una casa de ópera, hipódromos, campos de golf, pistas de esquí, viñedos, ecosistemas reconstruidos, un archivo digital dentro del Círculo Polar Ártico o, inclusive, jardines botánicos.
Como país tenemos un potencial enorme en desarrollar nuestra economía de la mano de una minería responsable.
Quizás el mejor ejemplo en nuestro país de un cierre exitoso sea la Catedral de Sal, en el municipio de Zipaquirá, que tras culminar sus operaciones mineras tan solo en 2022, facturó 25.000 millones de pesos (con inversiones por 13.000 millones y 8.000 millones transferidos al municipio). En 2021, los ingresos operacionales de esta antigua mina crecieron un 82,42 % hasta 1.181 millones.
En Colombia, nuestra historia minera se remonta a periodos anteriores a la colonización española, cuando no solo explotaban oro y piedras preciosas como insumo para actividades de orfebrería artesanal, sino también minerales como el carbón, la arcilla y la sal, que sirvieron para el desarrollo de centros urbanos; de hecho, muchos de los pueblos en los Santanderes, Cauca, Antioquia, Boyacá y Cundinamarca se desarrollaron de la mano de la minería. A pesar de todos los males de los que se le acusa a la minería formal en nuestro país, esta actividad tan solo cubre una extensión del 0,05 % del territorio colombiano.
Como país tenemos un potencial enorme en desarrollar nuestra economía de la mano de una minería responsable de minerales tales como níquel, cobre, carbón térmico y metalúrgico, oro, piedras preciosas, roca fosfórica y platino. Sin embargo, en nuestro país se confunden con frecuencia las actividades de minería formal que cumplen con los lineamientos ambientales y siguen fielmente la jerarquía de mitigación, con la extracción ilícita de minerales, que es una actividad delictiva y deja a su paso la pérdida de impuestos y regalías para la Nación y la generación de pasivos ambientales.
La pregunta que debemos hacernos, como sociedad, no es si debe o no debe haber huecos en el suelo; la pregunta es si tenemos la tenacidad y el coraje para, con creatividad y templanza, pasar de la ilegalidad a la formalización y del catastrofismo a la esperanza.
Ph. D. en Ecología / Experto en cierre de minas