Le han llamado la "gran institución americana", el mayor éxito del "genio político" de la república que surgió tras el rompimiento de la colonia con Gran Bretaña: la presidencia de los Estados Unidos.
Su concepción no estuvo libre de discusiones. Fueron quizás las más intensas durante los debates que acompañaron el proceso constituyente norteamericano. Así lo reconoció Alexander Hamilton, uno de los "padres fundadores" de la república: la organización del Ejecutivo en el nuevo sistema fue la que se enfrentó con mayores dificultades (The Federalist, n.° 67).
En aquellas discusiones, Hamilton sobresalió por su defensa de un Ejecutivo vigoroso. Era consciente de las aversiones contra la monarquía y armó su argumento en favor de una presidencia poderosa, acusando a sus contradictores de armar escenarios amenazantes, cercanos a la ficción, con exageradas comparaciones con el "despotismo asiático". Dedicó así varias páginas para mostrar cómo la presidencia diseñada para la república estadounidense se distinguía del rey británico.
Décadas después, Alexis de Tocqueville, autor de uno de los textos más famosos en la historia de la ciencia política: Democracy in America, propuso un ejercicio similar para entender las dimensiones del poder presidencial. En su caso, la comparación fue con los reyes de Francia.
No hay espacio aquí para el listado completo de los contrastes identificados por Tocqueville. Tan solo enumero algunos.
Dos siglos después, la presidencia regresa al debate como el problema no resuelto de las democracias. Su mayor problema. Pero regresa teniendo como escenario central a los Estados Unidos.
El rey de Francia tenía el poder absoluto sobre el Ejecutivo; no así el presidente de Estados Unidos, sujeto siempre a una "celosa supervisión". El uno hacía parte de la soberanía nacional; el otro era apenas el agente de las soberanías federadas en la Unión. El uno era elegido por tiempo limitado; el otro era un "soberano hereditario". En fin, "la persona del rey" era "declarada inviolable por la ley"; el presidente de los Estados Unidos era "responsable por sus acciones".
Estos contrastes, elaborados con décadas de distancia, son indicativos de los interrogantes sobre lo que aún era un experimento, muchos de ellos alimentados frente a las amenazas del despotismo. Con el tiempo, la innovación de la presidencia estadounidense pasó a ser una especie de institución excepcional: "¿Qué otro país –se preguntaba en 1985 el profesor de Oxford H. G. Nicholas– ha sido capaz de operar una monarquía electiva por más de 200 años sin interrupción?".
Aquella alusión de Nicholas a la "monarquía electiva" refleja muy bien las ambigüedades históricas de la institución presidencial en el país que se identifica con la cuna de las repúblicas democráticas modernas. (El uso de la expresión es de vieja data, utilizado en 1834 por oponentes de Andrew Jackson).
Las preocupaciones sobre la tiranía del Ejecutivo fueron, claro está, centrales en los debates constitucionales hispanoamericanos desde la independencia. Nuestras repúblicas pasaron a ser muy pronto ejemplos de fracaso de los experimentos republicanos y democráticos. Se argumentó con frecuencia, y se sigue argumentando, que aquello fue el resultado de haber copiado las instituciones estadounidenses.
Dos siglos después, la presidencia regresa al debate como el problema no resuelto de las democracias. Su mayor problema. Pero regresa teniendo como escenario central a los Estados Unidos.
Al cerrar el segundo volumen de su obra clásica, Tocqueville ofreció unas interesantes reflexiones sobre el "despotismo" que las "naciones democráticas debían temer". Hay poco allí sobre los peligros del Ejecutivo. Pero vale su advertencia general sobre la necesidad de encontrar conceptos nuevos para entender nuevos fenómenos en tiempos cambiantes.