Todas las mañanas, Anthony Trollope, escritor inglés del siglo XIX, se sentaba a escribir antes de ir a su trabajo en el servicio postal. Lo mismo hacía al regresar en las noches, a pesar del cansancio del día a sus espaldas. Escribía. Así logró publicar más de cuarenta y cinco novelas. La anécdota la cuenta Haruki Murakami en su libro De qué hablo cuando hablo de escribir. En su época, Trollope fue un autor reconocido y muy popular. Solo se supo de su vida personal tras su muerte, en 1882. Entonces, muchos lectores se decepcionaron, "la gente no entendió cómo semejantes novelas podían ser obra de un tipo tan aburrido", dice Murakami.
Existe un mito arraigado en la cultura literaria, el del escritor que debe vivir una vida al límite para poder crear. Según esta idea, las grandes obras maestras nacen de pasados difíciles y amores conflictivos. Como si para escribir bien hiciera falta sufrir. El escritor de horarios de oficina, que va al mercado y duerme ocho horas diarias genera sospechas. ¿Qué profundidad puede tener alguien tan normal? Pero si bien hay escritores cuyas obras son resultado de esas experiencias tormentosas, también están los que llevan vidas sencillas y de igual forma logran construir mundos extraordinarios.
Como señala Murakami, más que el talento innato, es la constancia de dedicar horas al oficio lo que nutre la literatura.
La idea del genio atormentado que necesita caos para crear ha sido alimentada por la industria editorial, como un mecanismo seductor para vender libros. Pero la verdad es otra. Ya sea desde una vida cotidiana o una existencia marcada por la aventura, la fuente de inspiración no está en la cantidad de experiencias acumuladas, sino en su capacidad de observar el mundo y reconocerse en él. Porque la vida corriente también está hecha de abismos. Además, los escritores se alimentan de lo que no vivieron: hacen suyas historias ajenas, escuchan, imaginan, dan cierre. No necesitan haberlo vivido todo, sino saber mirarlo todo. Kafka no tuvo que recorrer el mundo para escribir sobre el absurdo de la existencia. Jane Austin escribió Orgullo y prejuicio sin haber salido nunca de su entorno doméstico. Y ejemplos así abundan.
Al final, la creatividad nace de la disciplina y la entrega. Como señala Murakami, más que el talento innato, es la constancia de dedicar horas al oficio lo que nutre la literatura. No importa si la inspiración surge desde una trinchera de guerra o desde el escritorio apacible de la propia casa.