No hace falta ser católico para conmoverse con la elección del nuevo Papa. La imagen de León XIV, asomado al balcón de la plaza de San Pedro, con una sonrisa serena y los ojos aguados mientras bendecía al mundo entero, logró erizarnos la piel a muchos. No vengo a hacer un análisis de la elección, ni a hablar sobre la dirección que tendrá la Iglesia a partir de ahora. Hoy quiero detenerme en lo que su figura representa: esperanza.
El mundo carece de lideres políticos capaces de inspirar, mucho menos que nos inviten a ser mejores personas. La mayoría de ellos están atrapados en la lucha constante por el poder, subordinados a los intereses económicos de unos pocos, y sostenidos por promesas falsas. Son líderes que apelan al miedo más que a los sueños. Cada vez son menos los que gobiernan con una visión auténtica del bien común. Y en ese contexto, la ciudadanía ha perdido, poco a poco, la capacidad de creer y de confiar.
El Papa es quizás la única figura en el escenario global actual con la autoridad moral y espiritual para abordar los grandes retos de la humanidad con el menor sesgo posible. Como líder de la Iglesia católica –la institución que más presencia tiene en el mundo–, su voz tiene un alcance difícil de igualar. Sus primeras palabras fueron para desear la paz a todos los pueblos de la Tierra. “Sin miedo, unidos, de la mano de Dios y entre nosotros, avancemos hacia adelante... Ayudaos también los unos a los otros, a construir puentes mediante el diálogo”, dijo. Confiamos en que el nuevo pontífice apele a la compasión, a la dignidad y el respeto, como pilares de la convivencia. Que su mensaje trascienda las fronteras políticas e invite a la reconciliación. Confiamos también en que sea una fuente de esperanza. Esa fuerza que nos sostiene, a pesar de la realidad que puede llegar a ser dura.
Vivimos tiempos en los que la desconfianza y el pesimismo se han vuelto la norma. Por eso, hoy más que nunca, necesitamos líderes que nos recuerden que es posible mirar más allá del interés individual, que nos hagan querer ser parte de algo más grande, que generen confianza, y nos inspiren. Líderes en todos los frentes: en la política, en la educación, en la Iglesia, en las empresas. Deberíamos exigir referentes que no dividan, sino unan, que no infundan miedo sino sentido. Líderes que impulsen la esperanza como un bien común. Quizás no todos crean en Dios. Pero todos deberíamos creer en la posibilidad de un futuro mejor.
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