Todo el mundo, "en cualquier época y país", tiene derecho al autogobierno. Es un "absurdo alegar que una forma de gobierno es justa y apropiada" solo para algunos y no para otros. La democracia sería así un principio "universal" para toda la "humanidad".
Tales eran algunas de las premisas de un librito hoy olvidado, Democracy, escrito por el también olvidado George Sidney Camp, que se publicara en Nueva York en 1841. Tan olvidada como Camp es la traducción de su obra en la Nueva Granada por Lorenzo María Lleras en 1852, en momentos de efervescencia democrática en nuestra república.
El librito de Camp apareció un año después del segundo volumen de la famosa obra de Alexis de Tocqueville, Democracy in America. Estados Unidos no era entonces el país de hoy –buena parte de su territorio pertenecía a México–. La democracia estaba lejos de ser un valor aspiracional de dimensiones mundiales: en Europa era una "mala" palabra, expresión asociada con el caos de la antigüedad o el terror de la Revolución sa.
Y, claro, la historia de la democracia moderna estaba por escribirse.
Un intento temprano fue emprendido por Nahum Capen, en su voluminoso texto publicado en 1875. Capen dedicó un par de capítulos a Grecia y Roma, y alguna atención adicional a Francia e Inglaterra, antes de concentrar su atención en Estados Unidos.
El derrumbe de los ‘modelos’ invita a nuevas lecturas sobre la universalidad del principio democrático, defendido tan tempranamente por libritos como el de Camp con sus ecos en la Nueva Granada.
Capen habría anticipado en su obra la trayectoria de lo que algunos académicos bautizaron como "la historia estándar de la democracia", con antecedentes remotos en la antigüedad, y sus expresiones modernas, tras un salto de varios siglos, en un puñado de países europeos y en Estados Unidos. Los ejemplos recientes de tal "historia estándar" abundan.
Las cosas comenzaron a cambiar con el fin de la Guerra Fría. En 1993, un ensayo de dos profesores canadienses, Steven Muhlberger y Phil Paine, sugería ampliar los horizontes geográficos y temporales de la historia de la democracia, hacerla verdaderamente global: toda sociedad, por primitiva que pareciese, participaría en esta historia.
El movimiento "globalizante" que siguió, sin embargo, se confundió con la supuesta difusión e imposición del modelo democrático "occidental". No era la historia "global" que Muhlberger y Paine tenían en mente. Voces como las de Amartya Sen advertían que "democratización" no significaba "occidentalización", al querer rescatar los legados democráticos en países como la India. Un vuelco de enorme significado se dio con el magnum opus de John Keane, The Life and Death of Democracy, publicado originalmente en 2009, y traducido hasta ahora en siete idiomas. Es una historia revisionista, fascinante y provocadora, que rompe con la narrativa tradicional de la democracia y motiva reflexiones alternativas sobre su trayectoria y futuro.
El esfuerzo editorial más ambicioso sobre el tema se produjo en fechas muy recientes (2022) con los seis volúmenes de la "historia cultural de la democracia" publicados por Bloomsbury, obra descomunal dirigida por el profesor de Cambridge Eugenio Biagni. Son unos 60 capítulos que examinan diversos aspectos de la democracia y cubren varios siglos de historia en distintas "eras", incluidas la Antigüedad, el Medioevo y el Renacimiento. No se ocupan de todos los rincones de la Tierra. Pero es un avance de gran significado hacia una historia global genuina de la democracia.
Ante la repetida "crisis" de la democracia occidental, vivimos un momento oportuno para reconsideraciones. El derrumbe de los “modelos” invita a nuevas lecturas sobre la universalidad del principio democrático, defendido tan tempranamente por libritos como el de Camp con sus ecos en la Nueva Granada.