El director y guionista tailandés Apichatpong Weerasethakul (Bangkok, 1970), premio ex aequo del jurado 2021, es una venerada personalidad entre los cinéfilos por darle renombre internacional al experimentalismo simbólico inclinado hacia realidades de raíces o tradiciones fantásticas. Licenciado en Arquitectura de la Universidad de Khon Kaen —cerca de la frontera con Laos—, máster en Artes de un instituto de Chicago, fundó en 1999 su propia empresa productora (Kick the Machine). También ha sido reconocido por sus experimentos audiovisuales y videoinstalaciones en torno a la memoria. Ante las dificultades para pronunciar su nombre, cinéfilos y festivaleros hace algunos años empezaron a llamarlo Joe.
De tan exótica nación montañosa y tropical del sudeste asiático proviene un autor contemporáneo, y más aún vanguardista, dotado del sentido paisajístico de la percepción ultrasensorial. Gracias a narrativas propias marcadas por el luminismo, los fantasmas y los hospitales, sus cintas extrañas y misteriosas han fusionado aconteceres individuales con imaginarios colectivos de inspiración budista —algunas de ellas pueden clasificarse en el subgénero de fantasmas como veremos enseguida—. Según el laureado realizador, coproductor y escritor, su foco de atención radica en “objetos y personas que se transforman o se mezclan”. “Alrededor de nosotros hay espíritus o animales hambrientos que regresan del más allá y nos observan”, agrega.
Revisé, dos años atrás, en la Cinemateca de Bogotá, cinco de sus fascinantes largos, que vienen del 2002 al 2015: Blissfully yours (Eternamente suyo), o las tácticas sentimentales de una enfermera para burlar a las autoridades y sortear el tránsito de su joven amante ‘mudo’ de Laos; Tropical Malady, o el romance de dos soldados adolescentes en una selva plagada de apariciones bestiales; Síndromes y un siglo, o extrañas enfermedades que asolan a pacientes de dos centros médicos rurales; El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas —Palma de Oro 2009—, alrededor de las almas en pena de una familia de provincia, y Cementerio de esplendor, con soldados que caen en sueño profundo en el policlínico construido sobre un camposanto de reyes.
Memoria —filmada en Bogotá, Medellín y Pijao (Quindío)— sigue las constantes y líneas obsesivas del incomparable autor. Porque sus temáticas reiteran recuerdos permanentes de otras vidas, reencarnaciones de naturaleza budista en animales o plantas y muerte omnipresente. Entre la realidad y la fantasía, se pregunta: ¿qué les pasa a mis ojos cuando están abiertos y no ven nada? Es así como el tío Boonmee posee la facultad de entrar en trance, evocar las ‘vidas pasadas’ y establecer os con sus difuntos seres queridos. Apichatpong, decididamente, combina las puestas en escena intimistas e imaginarias con reales captaciones y recurrentes representaciones de misterios sobrenaturales. ¡Obligatorio verla cuando llegue!
El Grand Prix, también ex aequo o compartido, fue para el maestro iraní Asghar Farhadi —dos veces ganador del Óscar—, por Un héroe. Egresado de la escuela de Arte Dramático de la Universidad de Teherán y experto en dirección escénica, Farhadi siempre se ha caracterizado por exponer conflictos sociales contemporáneos, con excelente dirección de actores. Su primer éxito, en 2009, más allá del fundamentalismo musulmán de su país: A propósito de Elly —dramático paseo playero de estudiantes en el que una muchacha enamorada desaparece en el mar Caspio sin dejar rastros—.
Pero su consagración mundial definitiva fue Nader y Simin, una separación, en 2011. La narración se desenvuelve con naturalidad y los hechos presentados cobran relevancia o fuerza emocional al plantear varios dilemas familiares y morales: cariño y lealtad de un hijo hacia su padre demente senil, proceso de divorcio y quejas de la esposa que deja casa y país puesto que el marido descuida otras responsabilidades hogareñas, lucha legal por la custodia de una criatura y situación absurda provocada por un accidente casero que desemboca en aborto.
Su otro film galardonado: El cliente (2016). Del melodrama familiar y conyugal, que aborda situaciones contradictorias o penosas de la difícil cotidianidad, al thriller de trasfondo moral con intrigas individuales conducentes al esclarecimiento de ciertas debilidades humanas. Se advierte un prólogo magistral, entre bambalinas, que acompaña los créditos del montaje escénico en Teherán de La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Después desarrolla una contundente crítica sociopolítica y sexual, tras la evacuación del viejo apartamento afectado por grietas y descuidos istrativos.
Palma de Oro de la edición número 74 del Festival International du Film: Titane (Titanio), segundo largometraje de la ecléctica y perversa realizadora parisina Julia Ducournau (1983). El titanio es un poderoso metal que resiste el fuego y la corrosión; en efecto, una mujer sufre un accidente de tránsito que le acarrea el destrozo de su corteza craneana, la cual será reemplazada por una prótesis futurista —la venganza será su catarsis—. Algunos comentarios desbordados por la prensa sa: “Un film original, singular e inspirado”, “un caos de carne y acero”, “experiencia visual ligada con el gore”, “cine mutante que tritura géneros, cuerpos e identidades” y “horror interiorizado centrado sobre el cuerpo y los lazos familiares”. ¡Amanecerá y veremos!
Otras dos personalidades femeninas, nominadas en la selección oficial competitiva: las también sas Catherine Corsini (La fractura) y Mia Hansen-Love (Bergman Island). Mientras que la primera expone la crisis de los gilets jaunes (chalecos amarillos), más el infierno soportado por dos lesbianas en las urgencias de un hospital parisiense, en la segunda de estas películas, dos cineastas reviven una pasión literalmente bergmaniana.
Un antecedente históricamente feminista, ganador hace dos años del mejor guion en Cannes, acaba de ser estrenado por Cine Colombia: Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu). Hermosa recreación romántica, enmarcada en la segunda mitad del setecientos, escrita y dirigida por Céline Sciamma. Filmada en playas de Bretaña, su puesta en escena brinda hipótesis o pensamientos que revolotean en las mentes de cinéfilos y enamorados —en este caso, enamoradas-. Mirar detenidamente un rostro y un cuerpo para proceder a delinearlos y bosquejarlos (inspiración), ceder al retrato oficial de una novia forzada a casarse (dedicación) y sentir el viento que se lleva los deseos lentos pero seguros (consumación).
¿Qué relaciones hay entre una modelo y el artista? En esta cinta, plena en luz y sobriedad decorativa, dos mujeres sensibles de pasados desconocidos revelan u ocultan sus verdaderas y conflictivas motivaciones; más aún, atraídas y ligadas por la fuerza de los sentimientos y las debilidades de la piel. Vale contemplar ciertas miradas furtivas e intensas de la ficticia pintora del pasado para llegar al mejor resultado y seguir a cabalidad un proceso artístico. Su resultado final se aproxima al de una incipiente pasión amorosa a punto de arder, con paleta de expresiones advertida por Mariana (retratista de lienzos) y Eloísa (antes del matricidio).
Filmada en castillos de piedra y acantilados bretones, el fuego del título original no es gratuito y las llamas de su traducción poseen valores tanto alegóricos como metafóricos. Me explico: el objeto deseado aparece en sueños y fantasías del cuerpo idealizado detrás de una blanca visión fantasmal, y el fuego actúa como fuerza posesiva mediante llamas compenetradas con la criatura amada. Dos estupendas actrices, magníficamente interiorizadas: Adèle Haenel, musa que despierta instintos lúbricos, y Noémie Merlant, como esa virtuosa retratista proyectada en la mirada de su directora. En cinta, conocimos los artilugios o dificultades atravesadas por la renacentista Artemisia Gentileschi, en 1997, y en el Louvre descubrimos las bellezas versallescas moldeadas por Elisabeth Vigée Le Brun. Pero, aun así, nos preguntamos por las numerosas artistas europeas y americanas ignoradas por la historia.
MAURICIO LAURENS
Cine al Ojo