Este domingo se realizó en México una extraña jornada electoral para la elección popular de un gran número de magistrados de los que aquí llamaríamos de "altas cortes" y jueces de diversas categorías. Hay que recordar que la propuesta vino del anterior presidente Andrés López Obrador, originada aparentemente como reacción a decisiones judiciales en contravía de los intereses del Ejecutivo.
En algún momento el presidente Petro, molesto por fallos judiciales en contra de nombramientos o actos de su gobierno, sugirió que lo mismo podía hacerse en Colombia. No es la primera vez que en nuestro país se pretende influir –o controvertir– fallos judiciales, confrontándolos con la voluntad popular.
En 1990, cuando la Corte Suprema estudiaba el decreto de estado de sitio que contra la normativa vigente desataba un proceso de reforma constitucional, el presidente Gaviria, probablemente enterado de que inicialmente había una mayoría en contra de la iniciativa, intervino en la televisión –no con la frecuencia de ahora– para decir que "veintitrés magistrados, por importantes que fueran, no podían ir en contra de la voluntad de cinco millones de colombianos" –el 45 por ciento del censo electoral de entonces– que expresaban el "clamor popular" por el cambio. Es sabido que, a última hora, por dos votos de mayoría, la Corte dio vía libre a la propuesta gubernamental que a la postre produjo un buen texto político y jurídico.
Los resultados en México, hasta ahora, muestran una bajísima votación que no supera el 15 por ciento.
En el fondo de esta discusión está la compleja relación entre política y justicia. Solo en muy pocas ocasiones en nuestra historia constitucional hemos contemplado la elección popular de los órganos judiciales, aun cuando no han faltado propuestas como la del líder e ideólogo conservador Álvaro Gómez Hurtado sobre elección popular de jueces. La Constitución de 1853 contempló la elección popular de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y del procurador general de la Nación. Esa facultad fue derogada en la Constitución de 1858.
Justicia y política deben andar por carriles distintos. Sobran los ejemplos, basta el de la Comisión de Acusación.
Sin embargo, hasta hoy, de alguna manera Gobierno y Congreso elegidos políticamente han tenido alguna injerencia –unas veces más que otras– en la integración de la "cúpula judicial". En términos generales y cuando solo había dos altas cortes, la Suprema y el Consejo de Estado, sus integrantes eran elegidos por el Congreso de ternas que hacia el presidente. Con ese sistema se eligió la llamada "Corte irable" de 1934, bajo el gobierno de López Pumarejo. Al procurador lo elegía la Cámara de Representantes de terna que enviaba el presidente.
Irónicamente fue en el plebiscito de 1957, votado ese sí masivamente por más del 70 por ciento del censo electoral, en el que, con la excepción de la elección del procurador, se desligó totalmente de toda intervención política –por la cooptación– la integración del Poder Judicial y estableció la carrera que solo vino a hacerse realidad, con fallas aún vigentes, años después. Esa despolitización total fue reversada en el 91 por un cuerpo "constituyente" elegido por la tercera parte del censo electoral.
Aparte de eso, por disposiciones transitorias, varias veces los presidentes han nombrado directamente magistrados. En 1886, la primera elección de magistrados de la Corte y los tribunales la hizo Núñez. En 1979, la reforma Turbay le confirió al presidente la facultad de nombrar el primer Consejo de la Judicatura, que ejerció con mucho tino y respeto. Por precepto transitorio de la Constitución del 91, la primera Corte Constitucional se integró por dos magistrados nombrados por el presidente, uno por la Corte, otro por el Consejo de Estado, uno por el procurador general y los dos restantes de terna del mismo presidente.
En Colombia sería un verdadero disparate, y mucho más si tiene tufillo de revancha, someter la justicia a los avatares –financiación incluida– de un proceso electoral.
En 1989, cuando los narcos introdujeron un mico para supuestamente someter la extradición a consideración del pueblo, pero lo que perseguían era tumbarla, Barco prefirió hundir todo el proyecto, antes que someterlo a una "carnicería". Justicia y política deben andar por carriles distintos. Sobran los ejemplos, basta el de la Comisión de Acusación.