Hay parejas que con los años convierten el catre en escritorio. Lo que antes fue campo de batalla, circo erótico y escenario de epopeyas, hoy es más bien mesa de noche con función extendida. La actividad sexual se programa como si fuera una cita médica: breve, precisa, sin demoras ni improvisaciones. Y claro, con ese libreto, no hay planta baja que resista.
Porque cuando las ganas se vuelven trámite, el deseo se escapa por debajo de la puerta. El aquello, que alguna vez fue explosión, aventura y carcajada, termina convertido en rutina de calendario. Y entonces no hay lubricante emocional que salve la jornada.
Al comienzo todo era fuego: bastaba una mirada, una palabra traviesa o un roce en la cocina para que el departamento inferior despertara con entusiasmo. Pero con el tiempo llegan los “tengo sueño”, “mejor mañana”, “ya no es como antes”, y el departamento inferior entra en modo ahorro de energía. No porque el sentir se haya ido, sino porque el guion se volvió predecible.
La propuesta, entonces, no es cambiar de pareja, sino cambiar de escena. Dejar que vuelvan la risa, el juego, el atrevimiento. Atreverse a mover el catre de lugar, a ponerle música al cuerpo, a usar las palabras como caricias y el humor como lubricante. A veces la novedad no está en lo que se hace, sino en cómo se mira. Y sí, las ganas vuelven. Siempre vuelven. Pero no toleran el aburrimiento.
Lo que no se puede perder es la complicidad. Esa que permite que la planta baja no sea territorio olvidado, sino espacio grato y explotable. Que la cama no sea escritorio, sino refugio. Que la actividad sexual no sea deber, sino fiesta.
Porque cuando se vuelve a mirar al otro como cómplice y no como corresponsal de rutina, las ganas se reactivan, el aquello revive y la apatía –milagrosamente– se sacude del polvo… o por el ídem. Hasta luego.
ESTHER BALAC
Para EL TIEMPO