Ojo a esta noticia esperanzadora de la semana pasada. Según cifras oficiales, el Festival Cordillera no solo atrajo a 75.000 personas, sino que produjo un impacto económico de 59.000 millones de pesos en Bogotá; la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín llegó a su fin luego de ser visitada por 500.000 lectores, según sus organizadores, que contribuyeron a un récord en ventas de 9.148 millones de pesos; el Festival de Jazz de Mompox consiguió, en su décima edición, que más de 30.000 personas disfrutaran de su programación y de la gastronomía del lugar. Es claro que los espectadores del país están ávidos de encontrarse, y que esa tendencia es fundamental para la cultura y para la convivencia, y también impulsa el turismo y sirve de motor a la economía.
Es un verdadero fenómeno. En el último año, festivales como Rock al Parque, San Pedro, Hay Cartagena, Estéreo Pícnic, La Solar han terminado con titulares que dan cuenta de sus récords de asistencia. Los eventos se fortalecen. Los públicos, que han dejado atrás cualquier rezago de la pandemia, crecen y crecen. Y por un lado es la demostración de la importancia que sigue teniendo crear espacios seguros en los que las ciudadanías experimenten, juntas, la alegría y la catarsis –y, de cierto modo, se sacudan las polarizaciones que se han vuelto comunes en el terreno político–, y por el otro es un recordatorio de que no sobra que la cultura es una fuerza clave de la economía.
Como lo dijo Gabriel Angarita, el director del Observatorio de la Secretaría de Desarrollo Económico de Bogotá, no es descabellado reconocer que Bogotá se ha convertido en epicentro cultural de la región. Sería justo, además, notar que lo mismo podría decirse del país: la costa Caribe, el Pacífico, la región Andina se han vuelto un refugio para quienes suelen tomarse el arte, la literatura, la música, el teatro, como una terapia y un modo de hallar la paz. Notarlo es llenarse de optimismo.