Que levante la mano quien confíe en nuestras instituciones. Que levante la mano –sin quitarnos la mirada– quien crea que resulta sensato acudir a las autoridades: “Vamos a la Fiscalía...”. La verosímil encuesta de Edelman pinta un país muy triste y muy minado en el que se confía mucho más en los gerentes que en los gobernantes. Y es una vergüenza y es lo lógico. Porque quién, que haya estado prestando atención, no está harto hasta la náusea del protagonismo de esos tóxicos “ex” –expresidentes, exfiscales, excomandantes– que han hecho parte de los peores ratos de nuestros últimos treinta años. Y quién, que haya seguido estas campañas corruptas e impunes e infinitas que han conquistado presidencias maniatadas, de 1994 a 2022, puede tener fe en los liderazgos políticos.
(También le puede interesar:
César)
El Estado se ve temible. El Estado, que masacró esas voces en Ciénaga en 1928, en Bogotá en 1954, en Cimitarra en 1982, en San José de Apartadó en 2005, parece una máquina operada por nadie. El Estado, que torturó en las caballerizas, chuzó magistrados y cometió 6.402 ejecuciones extrajudiciales, a duras penas responde. Cómo creerle cualquier cosa. Cómo encogerse de hombros ante sus perros bravos, sus abandonos, sus escándalos, sus obras inauguradas en vano, sus puentes caídos, sus vigilantes sin vigilantes. Cómo no anhelar una presidencia leal al país que sea un vaivén de los símbolos a los hechos. Y, ahora que la Secretaría de Transparencia habla de impunidad en el 94 por ciento de los casos de corrupción, cómo no celebrar –como una inversión en la institucionalidad– que el Gobierno haya enviado a la Corte Suprema aquella terna de expertas para Fiscal General de la Nación.
Esta terna de especialistas llenas de coraje puede ser clave: un elogio de las funcionarias discretas que se han partido el alma por este país.
No son politiqueras, sino penalistas. No son paracaidistas que lanzan discursos altisonantes a las tribunas de siempre, ni son aliadas del gobierno de turno dispuestas a reptar en los pasillos de la Corte, sino investigadoras judiciales que a contracorriente, en sus largas y perseguidas carreras en la Fiscalía, se han jugado tanto el nombre como la vida por los casos que nos han estado definiendo: Ángela María Buitrago salvó el proceso del Palacio de Justicia, examinó los horrores del DAS e indagó la parapolítica; Amparo Cerón, enlodada por aquel exfiscal anticorrupción que resultó corrupto, reunió varios testimonios sobre los dineros de Odebrecht en las campañas de 2014, pero, luego de sobrevivir a un accidente que la tuvo en coma durante diez días, su oficina no solo fue apartada del asunto sino inspeccionada por el CTI; Amelia Pérez, que reconstruyó las masacres de El Aro, de Trujillo, de Pichilín, tuvo que irse de Colombia en plena investigación por el atentado al Club El Nogal.
Todo es farándula en el mundo de hoy. Nada ni nadie se salva, del todo, de la cultura de la propaganda. Pero, ya que no hacemos parte de ese 8 por ciento que vive en democracia plena según el Democracy Index de The Economist, ya que se trata de recuperar la confianza en las instituciones colombianas y ya que el Gobierno está lleno de nombramientos reivindicadores pero también de nombramientos incomprensibles –y el hijo del Presidente ha hecho un acuerdo con la Fiscalía–, esta terna de especialistas llenas de coraje puede ser clave: un elogio de las funcionarias discretas que se han partido el alma por este país, un reconocimiento a las investigadoras de la verdad que no han dado su brazo a torcer, una crítica a la hostilidad estatal, una apuesta justo a tiempo contra la impunidad y una invitación a recobrar cierta esperanza en la democracia.
No se necesita gente temible con memoria selectiva, no, se espera gente de fiar que solo le pertenezca a la causa de la justicia. Sé que suena utópico aquí y allá. Pero es lo mínimo también.
RICARDO SILVA ROMERO