Desde la primera línea del primer párrafo, esta es una columna para el espíritu inquebrantable del músico, del gestor de paz, del vocero de la vida César López. Yo no sé cómo hemos hecho para darlo por sentado, para acostumbrarnos a que un vecino nuestro eleve a diario semejante plegaria contra el horror, pero a esta hora de este miércoles 16 de agosto de 2023, mientras el Concejo de Bogotá le rinde un homenaje por todo lo que él ha hecho por nosotros, no solo me parece importante notar en voz alta que su biografía ha sido una ofrenda definitiva, sino dejar constancia de que le ha entregado su sistema nervioso a una obra que –de Mi espejo a Hasta que amemos la vida– ha sido una bitácora de emociones imborrables: la extrañeza de haber caído aquí, el amor entre la guerra, el luto que no cesa.
Sirve leer una entrevista estupenda que le hicieron el año pasado en El Espectador. Queda claro que su familia de gente buena, sin ínfulas, fue una fortuna. Que desde niño, cuando su hermana mayor fue torturada en las caballerizas del Estatuto de Seguridad, sintió entre las costillas que vivir aquí era un duelo. Que, antes de morir demasiado pronto, su papá vendió la guitarra que poco le prestaba para regalarle una guitarra eléctrica. Que ya entonces era el baterista de una banda, Poligamia, que fue y que es lo contrario a la derrota: “Es la historia de mi generación...”. Y, sin embargo, no fue el éxito del grupo, sino la muerte de su padre, el fin del primer acto: en los treinta años que siguieron, del experimento de Gaviria al de Petro, tocar e inventar música se le fue volviendo su ruta y su arma para desarmar.
Durante años ha soportado, con el humor que viene gratis con la compasión, tanto los embates de los guerreristas como las arremetidas de los cínicos.
Nadie más ha sido ni va a ser César López. Él fundó el Batallón de Reacción Artística Inmediata para que la música llegara al tiempo con el CTI a los lugares de los hechos trágicos. Él volvió escopetarras las sangrientas AK-47. Él dirigió el sobrecogedor álbum de Las voces de El Salado. Él sacó adelante aquella banda de músicos callejeros que se llamó Invisibles Invencibles. Él montó esos días que ruegan por que no haya muertes violentas, los “24-0”, que estremecen a quienes estén poniendo atención. Él, convencido de que el arte resuelve los trastornos a punto de estallar, puso en escena sus ceremonias de duelo. Y el año pasado, en el clímax de su tarea, montó con víctimas llenas de maestrías el bellísimo, escalofriante “Concierto por la resistencia” que a mí sigue dándome vueltas.
Hace muchos años, cuando la vida a duras penas pasaba, una reina de belleza venezolana lanzó en pleno concurso esta sentencia irrebatible: “Soy Rina Bayer, tengo 18 años, represento al Estado Bolívar, y, si algo he aprendido, es que la gente está loca”. Cierto, Rina. Esta semana colombiana ha estado llena de apellidos demenciales, Odebrecht, Merlano, Mancuso, que nos hemos tomado como los protagonistas de las noticias, pero es César el nombre cuerdo, de paz, que merece ser notado aún más de lo que ha sido notado. Durante años ha soportado, con el humor que viene gratis con la compasión, tanto los embates de los guerreristas como las arremetidas de los cínicos. No, no ha tenido que ser político para sumar voluntades. No ha tenido que buscar votos para conocer –y tomarse a pecho– este país. Y poco a poco hemos hablado su lengua.
Es increíble que César López sea verdad. Que todo lo que haya dicho y hecho sea cierto. Que sí haya ido a esos ríos de muertos, y sí haya compuesto esas piezas musicales que se la juegan toda, y sí haya escuchado esa inverosímil vocación a devolvernos las emociones que un día van a salvarnos de la guerra.
Pero me consta que es así. Y quiero pensar que el homenaje de hoy es el comienzo de otra vida suya que va a ser otra fábula ejemplar.
RICARDO SILVA ROMERO