La democracia es una noción sujeta a varias y hasta contradictorias definiciones –por ello, los estudiosos la identifican con el paradigma del “concepto esencialmente impugnado”–.
Existe, sin embargo, cierto consenso sobre su naturaleza abierta. Viaje inacabado fue el nombre que le dio John Dunn a su libro de varios autores sobre la historia de la democracia desde la antigüedad. Según Margaret Lavinia Anderson, “la democracia nunca es un destino, un lugar de descanso; es siempre una obra en construcción”.
Son éstas oportunas advertencias ante cualquier reflexión sobre la crisis de la democracia en nuestros tiempos. ¿Mas no es acaso la democracia un sistema en eterna crisis?
Quizás. Pero las dimensiones de su crisis actual son descomunales.
Amenazada en una de las cunas de su reinvención moderna, el desconcierto sobre la suerte de la democracia es tan global como la extensión de la misma crisis. Eventos recientes, como el triunfo de Mark Carney en Canadá, son alentadores. No obstante, el horizonte parece dominado por las sombras del autoritarismo, que van de la mano de las expresiones populistas de todos los colores, de derecha a izquierda.
Las repetidas referencias a la crisis de las décadas de 1920 y 1930 en Europa, como onición frente a lo que se avecina, parecen exageradas. No deben despreciarse.
Lo sucedido en aquellas décadas fue una crisis doble, de la democracia y del liberalismo. Es más, la crisis del liberalismo antecedió al derrumbe democrático generalizado que hizo explosión, con excepciones, en la Segunda Guerra.
Las relaciones entre el liberalismo y la democracia han sido históricamente complejas, con orígenes y trayectorias distintas, con encuentros y desencuentros. (Para un examen lúcido, me refiero al clásico ensayo de Norberto Bobbio sobre el tema). Es claro, sin embargo, que la crisis actual no es de la democracia sin adjetivos, sino de la democracia liberal.
Los más serios golpes de los autócratas y populistas contra sus fundamentos van precisamente dirigidos contra sus componentes liberales: la división de poderes, sus limitaciones (sobre todo las del Ejecutivo), la libertad de prensa, el derecho a disentir… La secuencia ha sido bien identificada por quienes estudian el fenómeno bautizado como “retroceso democrático”, antesala de las dictaduras del nuevo siglo.
Nuevamente, como hace cien años, estamos enfrentados a una crisis democrática causada en buena parte por una crisis del liberalismo.
“El liberalismo está exhausto”, observó Alberto Vergara, profesor en la Universidad del Pacífico, en una contribución al “especial” de la revista Cambio, Imaginar la democracia (7/6/24). Los proyectos políticos que le fueron cercanos en el pasado hoy “languidecen”. Las razones de la “devaluación liberal” son múltiples, incluidas su predominante “economicismo”, el abandono de la igualdad como meta social y la entronización de la tecnocracia.
La respuesta para Vergara no es “desertar por completo del movimiento”. Sugiere rescatarlo como el “proyecto emancipatorio” que siempre fue, recuperar su carácter “inconforme”.
Y para hacerlo efectivo, propone repensar el liberalismo con las herramientas de su viejo aliado: el republicanismo, con énfasis en la noción central del “ciudadano” que permita asegurar un régimen de igualdad, garantizado por un Estado fortalecido y unas instituciones y esfera pública robustas. Es además su receta para hacerle frente al populismo.
Hay mucho que discutir en su crítica al liberalismo. Pero su llamado a “recuperar un liberalismo inconforme y progresista” es sumamente relevante. Hay que reimaginar el liberalismo para reimaginar la democracia.