Hay quienes cuestionan -no sin razón- que dediquemos tantas líneas a responder los discursos y trinos incendiarios de Gustavo Petro. Pero el silencio, en tiempos de demolición institucional, no es prudencia: es complicidad. Desde que asumió el poder, en Colombia no hay Gobierno; el país transita por una senda de desintegración calculada. La anarquía no es un accidente: es el método.
Petro no solo ha intentado imponer su caprichoso ideario ideológico, sino también normalizar el caos. Pretende que los colombianos miremos con resignación el desgobierno, toleremos la corrupción que rodea su entorno, aceptemos la inseguridad que se ha tomado el territorio, ignoremos la crisis del sistema de salud y asumamos como inevitable el colapso fiscal que asfixia a todos los sectores. Y lo hace provocando una conmoción constante, ya sea para agitar el fanatismo de sus seguidores o para desgastar, día tras día, la paciencia ciudadana.
Todo lo pretende imponer. Cuando la Corte Suprema ejerció su autonomía al revisar las hojas de vida para elegir Fiscal, Petro, en abierta transgresión al equilibrio de poderes, llamó "al pueblo" a sitiar la Justicia. Cuando el Congreso se resiste a tramitar sus caprichos, convoca a ese "pueblo", reducido por él a una masa exaltada y financiada con dineros públicos. Es la turba disfrazada de soberanía, el tumulto convertido en argumento, la presión callejera sustituyendo al debate democrático.
De forma sistemática, manipula la noción de "voz del pueblo" para encubrir su falta de liderazgo y los estrepitosos fracasos de su gestión. Asegura que "el pueblo es soberano y está por encima de todo", y utiliza ese argumento no para escuchar, sino para forzar. Se vale de emociones primitivas como el miedo, la ira o la amenaza, y recurre al clientelismo para mantener cautivo a un sector ciudadano. Es populismo en su expresión más burda: incendiario, falaz y profundamente irracional.
Petro ha intentado dividir a la nación entre “el pueblo” y “la élite”, autoproclamándose redentor del primero. Pero su cruzada lo revela: no lidera al pueblo, lo utiliza.
El populismo, desde luego, no es exclusivo de una ideología: florece en los extremos -de derecha como de izquierda- y en ambos resulta pernicioso. Consiste en apropiarse del discurso popular, distorsionar la realidad con el espejismo de una supuesta voluntad colectiva y convertir la democracia en teatro. Hoy recurre a la figura de la "consulta popular" -diseñada como mecanismo legítimo de participación ciudadana- no para escuchar al pueblo, sino para manipularlo. Sabe que no es el instrumento adecuado para aprobar reformas estructurales, ni tiene viabilidad jurídica o práctica. Pero le sirve como fachada y como plataforma propagandística para favorecer a sus candidatos con recursos del erario. No le importa la salud ni el trabajo; le interesa perpetuar su relato.
Petro sabe que la verdadera voz del pueblo se expresa en democracia, en las urnas, no en el tumulto. El pueblo al que pretende manipular no está en la calle coreando arengas: está hastiado de mentiras, de engaños y de promesas incumplidas. Está en los hospitales colapsados, en las familias sin vivienda, en los estudiantes sin crédito, en los campesinos sin apoyo.
Ese pueblo, que ya no cree en promesas vacías ni en revoluciones de papel, empieza a despertar. Y cuando lo haga, no será con arengas ni con silbidos, sino con el voto. Porque la voz del pueblo, la verdadera, no grita: decide. No amenaza instituciones: las protege. No se alquila por un subsidio: se gana con respeto. Esa voz -silenciosa, serena, pero implacable- será la que ponga fin a esta pesadilla.
Petro ha intentado dividir a la nación entre "el pueblo" y "la élite", autoproclamándose redentor del primero. Pero su cruzada lo revela: no lidera al pueblo, lo utiliza. No escucha su voz, la suplanta. Inventa huelgas indefinidas y proclamas incendiarias, y construye un relato decadente que se desmorona con cada mentira, con cada ausencia de Gobierno. Todo, mientras cabalga sobre la inconformidad de un pueblo al que él mismo ha llevado al abismo.