A Santa Fe la recuerdo bien, pues hace doce años viví un invierno allí, justo cuando esperaba a mi hija Matilde. Pasé entre el cuarto y el séptimo mes de embarazo escribiendo en el campus de una universidad, donde me dieron un apartamento de dos alcobas. Podía comer algo en la cafetería, pasar los días en la biblioteca de tres plantas con la calefacción a tope mientras afuera nevaba y yo me tumbaba en los sofás ‘vintage’ a leer autores latinoamericanos en un espacio vacío.
Los estudiantes se fueron yendo de vacaciones de invierno y yo me fui quedando sola con los coyotes que aparecían en las noches como única compañía. Como las bestias en las películas de terror, destrozaban las basuras en busca de alimento y emitían chillidos siniestros mientras copulaban. Esta joya colonial perdida en el desierto se convirtió en mi lugar seguro. Uno de esos lugares imaginarios a donde hay que viajar con los ojos cerrados cuando buscamos relajarnos. Para meditar, para serenarme, para encontrar un minuto de paz, vuelvo con la mente, a su mágica luz ocre, a su paisaje.
Santa Fe es la más antigua de las capitales de Norteamérica. Con más de 300 galerías de arte y menos de 100.000 habitantes, alberga el segundo mercado del arte de los Estados Unidos, después de Nueva York. En las casas pintadas de terracota con pimientos rojos en las puertas se mezclan las tradiciones de los indios Pueblo con la herencia española y mestiza de la que fue una de las joyas del virreinato que tenía sede en la Ciudad de México. No es de extrañar entonces que este sea el lugar elegido por coleccionistas, artistas, yoguis, estrellas retiradas de Hollywood, escritores, entre otros, en busca de una vida más simple e inspiradora en medio de la naturaleza. Cuando estuve allá el autor de ‘Juego de tronos’, George R. R. Martin, vivía en el pueblo. También se decía que Julia Roberts tenía un rancho a las afueras, y así.
Santa Fe es la más antigua de las capitales de Norteamérica. Con más de 300 galerías de arte y menos de 100.000 habitantes, alberga el segundo mercado del arte de los Estados Unidos, después de Nueva York
Por entonces entendía que mi vida cambiaría para siempre una vez diera a luz, y que esta soledad exquisita, esta posibilidad de tumbarme todo el día con un libro, o escribir hasta la madrugada, dormir o comer cuando quisiera, dejaría de ser mi realidad una vez me convirtiera en madre. Fue en ese estado de gracia como descubrí mi lugar seguro, el real y el soñado: Santa Fe, Nuevo México. Entonces, cuando leí la noticia sobre la muerte de Gene Hackman recordé los coyotes, la pictórica luz de invierno, el museo de Georgia O’Keeffe, su casa, la huella de batallas entre culturas y lenguas en un lugar que es una insignia. Y es ahí, justo ahí, donde viene a morir esta insignia del cine. Su mujer y única cuidadora, treinta años menor que él, Betsy Arakawa, falleció una semana antes por causa de un virus.
¿Qué pasó durante esos días en la vida de Hackman? ¿Entendió que su esposa había muerto? ¿Fue consciente de haberse quedado completamente solo? ¿Qué hizo en tantas horas muertas? No estaba deshidratado, dice el parte médico. ¿Se imaginan pasar la última semana de vida vagando como un fantasma por su propia mansión? Yo tampoco.
Lo que sí imagino es la luz de Santa Fe, la nieve que también cae en el desierto, y los farolitos con que decoran las calles en Nochebuena en Canyon Road. El 24 de diciembre de 2012 estaba sola ahí y, sin embargo, nunca me he sentido más acompañada. Entonces fui a la avenida donde esa noche se encienden hogueras, se comparte sidra caliente y se cantan villancicos. Esa noche no llevaba guantes y un viejo se quitó los suyos para dármelos. Más adelante una madre me dio su gorro de lana y me dijo sonriente que debía de ser extranjera para andar tan mal preparada para el frío. Esa noche se me encharcaron los ojos oyendo ‘Noche de paz’ frente al fuego. Me sentí bendecida de estar ahí, en ese mágico lugar donde la comunidad se arropa entre sí, y donde seguramente nadie podría sentirse abandonado.
MELBA ESCOBAR
En X: @melbaes