Un amigo octogenario y pesimista, como se describe él, me preguntó en una conversación sobre cuál era el país que nos soñábamos los jóvenes, qué era lo que más anhelábamos o necesitábamos. Sin pensarlo mucho le respondí que los jóvenes no soñábamos con el país, no anhelábamos más que lo individual, pero que en definitiva lo que necesita este país es silencio.
No hablo de la “ley antirruido” de Carvalho, pues celebro que nos hizo conscientes de los pocos espacios de conversación que logramos tener y lo superficiales que podemos llegar a ser por el aturdimiento. No hablo de ir en contra de los cantantes del transporte público que se suben con parlantes a dar conciertos de una hora sin que nadie los detenga. Ni mucho menos pretendo que se calme la verborrea en las redes sociales de quienes se juran expertos, desconocen la argumentación y buscan incansablemente la confrontación o de los medios que publican cualquier cosa por un par de likes. Tal vez ese silencio ayude porque nos permitiría pensar, conectar, reformular y encontrar paz en un mundo tan agitado, pero el silencio que pido es distinto.
Preferimos la bulla y el sonsonete para evitar lo que nos duele, para opacar la incomodidad, para no enfrentarnos a las conversaciones difíciles o a los pensamientos de desasosiego frente al país. Nos encanta el aturdimiento porque así ya no tenemos que imaginar, concertar o cuestionar. Somos el país del espectáculo a nivel global y para ello basta con ver lo que hacen los grandes artistas que ha parido esta tierra, pero hemos dejado que ese espectáculo inunde también nuestras instituciones y se vuelva el centro de nuestra política, al punto de que nos ha vuelto insensibles y apáticos.
Mi generación no sueña con este país porque nos quedamos sin cargos aspiracionales, pues el éxito está marcado por la banalidad y el ruido. En el sector privado, al igual que en la academia, todos los adultos brillan por su ausencia y, en el sector público, se ha demostrado que ser presidente ahora es cualquier cosa, ser ministro es cuestión de tener chequera y amiguismo, mientras que para ser congresista solo hace falta tener un buen número de seguidores. No hay un solo ámbito en el que reluzcan las ideas, tengamos propuestas distintas o nos permitan soñar con otro país. Aquí lo que hay es bulla de que no los dejan hacer, de que somos unos contra otros, de quién tiene la verdad narrativa a pesar de que los hechos hablen solos. Se les ha olvidado que la política se hizo para unir.
A los jóvenes de La Guajira y el Chocó les prometieron acueductos, centros de desarrollo de IA, es solares, apoyo a la universidad pública, hospitales de alto nivel, mejora en las vías de y trenes. Pero al Gobierno no le interesa ponerse a trabajar con esos fines ni crear alianzas con privados para lograrlo, sino que está enfocado en promover los cabildos abiertos y el ruido suficiente para disfrazar la mediocridad y la inoperancia.
Mi amigo octogenario y pesimista me preguntó también si creía que la burocracia era la piedra en el zapato del cambio que queremos los jóvenes porque no nos permite avanzar con la rapidez que requiere el mundo. Mi respuesta fue tajante e idealista: no. La burocracia hasta el momento nos ha permitido no volvernos un barco que se mueve a merced de los vientos políticos e invita a que, independiente del bando, se recupere lo que hemos perdido en estos espacios de representación: la concertación, la conversación y las miras al bien común. Este país necesita silencio para no caer en polarizaciones discursivas, cultivar la indignación que logre la destitución de los protagonistas políticos de espectáculos vergonzantes y permitirnos a los jóvenes soñar con pertenecer a algo que nos una más que la indignación colectiva de una semana.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR