El 23 de abril las calles de Barcelona huelen a pétalos húmedos, a tinta y a papel recién impreso. Es la fiesta de Sant Jordi, patrón de Cataluña. Ese día la ciudad tiene un ritmo distinto. El tráfico se adapta, se cierran las rutas de bicicleta, y un corredor de más de tres kilómetros se llena de librerías al aire libre, autores firmando sus obras, puestos de venta de rosas y cientos, miles de personas celebrando.
Según la leyenda, San Jorge –montado en un caballo blanco– salvó a una princesa de las garras de un dragón, y de la sangre de la bestia nació un rosal de rosas rojas. Por eso, se convirtió en tradición que los hombres les regalaran a las mujeres una rosa en esa fecha. Y al coincidir también con el Día del Libro, se sumó la costumbre de regalar libros.
Desde hacía varios años quería estar presente en esa fiesta. Estar allí, finalmente, superó todas mis expectativas: presencié una ciudad que celebra la cultura con una alegría contagiosa. Las fachadas de los edificios estaban decoradas con rosas, y de repente, en un balcón, aparecía una bailarina o un saxofonista tocando jazz. Y en los barrios, los niños iban disfrazados de dragones y princesas.
Gente de todas las edades caminaba con rosas y libros bajo el brazo, listos para ser entregados a sus seres queridos. Pero lo que más querían los lectores ese día era recolectar las firmas de los autores: se buscaban a lo largo de esos tres kilómetros, como si fueran pequeños tesoros. Los ríos de personas por momentos se sentían abrumadores, pero lo que predominaba era una gran energía.
Las largas filas avanzaban con paciencia y respeto. Y en las esquinas, los lectores intercambiaban información sobre en qué punto de la ciudad estaban sus escritores favoritos. Fue un día en el que la cultura se tomó las calles y la vida, por unas horas, giró en torno a la literatura.
Claro, también están los hilos invisibles del mercado. Las grandes librerías y editoriales ocupaban los espacios más visibles; las estrategias de promoción comenzaron días antes, y los autores más reconocidos atrajeron las filas más largas. Este año se vendieron más de dos millones de libros –y siete millones de rosas–, cifras que reflejan no solo el atractivo de la fiesta, sino el peso creciente de las grandes marcas. Aun así, Sant Jordi sigue siendo, para mí, una de las festividades más hermosas que haya presenciado. Barcelona entera, rendida a la magia de las palabras y las rosas.
DIANA PARDO
IG: @Dianapardogp