Es muy frecuente que tratemos de engañar al más ingenuo, y ese generalmente es uno mismo. El autoengaño es constante entre humanos. Cuando somos humanos sin influencia, el asunto resulta menos grave que cuando el que se autoengaña es un líder, un presidente.
El autoengaño más usual se conoce como “autoengaño funcional”. Este se da en situaciones en que la persona se esfuerza inconscientemente (a veces no es así) en convencerse de que sus análisis de la realidad y sus acciones son correctos. En este proceso descarta opiniones contrarias y escoge cuidadosamente entre los datos aquellos que le dan la razón; los otros, tanto o más fuertes, los descarta.
La argumentación en estos casos crece. Siempre es posible encontrar refuerzos al ego si eso es lo que se busca. Si algo falla en los resultados, será posible encontrar culpables anteriores. Una indicación clara de proclividad al autoengaño es el hecho de no reconocer jamás una equivocación y siempre escribir textos larguísimos (pueden ser posts en X), con justificaciones enredadas.
El autoengaño se da con bastante frecuencia en líderes y gobernantes. Hay muchos factores que contribuyen. La ganancia progresiva en poder y en seguridad se refuerza porque quedan rodeados de personas que los reafirman (síndrome de la burbuja). Algunos políticos desarrollan una autoimagen grandiosa, mesiánica, ¿y cómo puede equivocarse el mesías? El autoengaño los protege de remordimientos de conciencia por acciones que hayan resultado mal. Si están muy comprometidos con una ideología, interpretan los hechos sesgadamente para no generar conflicto con sus creencias.
El biólogo evolucionista Robert Trivers, quien ha estudiado en profundidad el fenómeno, afirma que el autoengaño, además, puede ser una herramienta útil para mentirles más convincentemente a los demás. Muchos líderes no diferencian entre mentir y autoengañarse, lo que los hace más convincentes con sus seguidores, y más peligrosos para su país.
Un líder rara vez se autoengaña solo. Su entorno inmediato, por miedo, por conveniencia, o por fanatismo, es su cómplice. Hay varios mecanismos. Los asesores “yes-men” (sí, señor) que solo le dicen lo que quiere oír. Asesores que filtran la realidad y solo presentan datos suavizados o la parte del dato que le gusta oír. Cuando el equipo comparte la ideología del líder crea una ‘cámara de eco’. El autoengaño se vuelve sistémico, los más lanzados le declaran su amor. Puede haber en el equipo colaboradores cínicos y sagaces que no creen en el discurso del líder, pero lo refuerzan por conveniencia propia.
El líder podría evitar esta situación construyendo un buen entorno político con asesores con autonomía y pensamiento crítico que le hablen al oído (y que él escuche). Claro que la tendencia normal es más bien cambiarlos con mucha frecuencia y destituir a todo el que opine con libertad. La tolerancia al disenso sería útil, y leer la prensa libre, también. Claro que muchos optan por llamar a la prensa que los contradice ‘vendida’ y construir su sistema propio con aduladores de oficio, pagos. En democracias sanas las instituciones autónomas pueden ejercer una crítica que haga caer en razón. Los líderes que se autoengañan no las escuchan y procuran que esas instituciones sean lo menos libres posible.
Ha habido en la historia ejemplo de asesores valientes que ayudaron a disminuir el error de sus líderes. Clement Attlee siendo del partido opuesto a Winston Churchill le hizo críticas útiles durante la guerra. Andrei Gromyko jugó un papel crucial convenciendo a Jrushchov de no escalar el conflicto de los misiles en Cuba. Alexander Haig convenció a Nixon de aceptar la gravedad de los cargos y renunciar.
Infortunadamente no veo un Gromyko en nuestro gabinete.
@mwassermannl