El llamado a huelgas, movilizaciones, asambleas y cabildos parece estar dirigido a recrear un nuevo grito de independencia. El florero de Llorente es la frustrada consulta popular, y el escenario de confrontación serán las calles a tan solo un año de las próximas elecciones. Palabras como “revolución”, “revocatoria” y “traición” son cada vez más frecuentes y solo auguran tiempos de inconveniente agitación social.
Con una retórica cargada de simbolismos, el Presidente confirma que su función, más que gobernar, es la de emancipar. Acusa a la rancia oligarquía y a la clase política tradicional –que paradójicamente habita en sus entrañas y reedita sus vicios centenarios– de las desigualdades sociales y de los males que por décadas han padecido millones de colombianos. Desenvaina la espada de Bolívar, ondea la bandera de “guerra a muerte” y exalta a Alexandre Pétion, en una clara alusión de que la batalla política que se avecina no es otra sino la de declarar una segunda independencia. Cueste lo que cueste.
Disfrazadas de flores amarillas y el deseo de acabar con otros cien años de soledad, las palabras de esta reencarnación del último Aureliano son violentas en esencia. A estas alturas ha renunciado a transformar, y su empeño está concentrado en la tarea de refundar una nueva patria sobre las ruinas del pasado. Agobiado por la parálisis de su gobierno, opta por desconocer las instituciones y sus representantes, acusándolos de tramposos y cómplices de las múltiples crisis autoinducidas por el mismo Gobierno. Le incomodan las normas democráticamente adoptadas y ante ellas sobrepone el clamor popular que mide exclusivamente con las imágenes de plazas llenas.
A nombre de ese “pueblo” que constantemente instrumentaliza, parece estar dispuesto a desconocer el marco legal. A su juicio, el pueblo prevalece sobre las normas e instituciones. Niega cualquier posibilidad de reelegirse y dice ser defensor de la Constitución. Sin embargo, no desautoriza las voces de sus seguidores que invitan al cierre del Congreso, al llamado de una asamblea constituyente o incluso a su reelección. A estas proclamas de inmenso calibre, de manera ambigua el Presidente responde que irá “hasta donde el pueblo se lo ordene”.
La peligrosa escalada de su discurso no es gratuita. La derecha, en su afán por aniquilar el proyecto progresista y temerosa de su fuerza, ha optado por arrinconar al mandatario. En vez de entender el momento político que se vive y reconocer que existe una inmensa deuda social, insiste en cerrar los espacios de concertación necesarios y abrir válvulas de escape ante una olla de presión que está próxima a explotar. Olvida con facilidad que el estallido social fue más que la simple desviación de unos cuantos desadaptados. El país cambió, y la senda de las transformaciones es irreversible. Quizás no en las formas extremas que propone el Presidente, pero sí a través de un ejercicio deliberativo sensato y responsable.
Colombia no necesita libertadores mesiánicos ni delirantes invitaciones a una revolución. Pero también está en mora de desahuciar a una clase política obstinada y anclada en sus privilegios y vicios. El verdadero grito de independencia debe estar dirigido hacia quienes en el afán de mantenerse en el poder persisten en las formas violentas –de acto y de palabra– para que la sociedad no avance. La verdadera independencia debe ser ante aquellos que instrumentalizan al pueblo, se apropian de los recursos públicos, manipulan y desconocen las instituciones y atentan contra los cauces democráticos.
La espada debe ser envainada; la única bandera que se debe agitar es la de la paz; y el liderazgo que buscamos no debe ser encontrado exhumando fantasmas del pasado. Esa es la libertad que merecemos.
@gabocifuentes