“Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió Willy Brandt para explicar su gesto de arrodillarse frente al monumento a las víctimas del nazismo en el gueto de Varsovia en 1970.
Lo que había hecho Brandt era descubrir un sentimiento de culpa soterrado que agobiaba no solo a la nación alemana, sino también a aquellos países de Europa donde la represión antisemita había encontrado cómplices y colaboradores para que millones de seres humanos fueran a dar a los campos de concentración.
Una noche de 1974, veía en el cine Arsenal de Berlín la película Noche y niebla de Alain Resnais, un documental de 1956 armado en base a diversos archivos que muestra el horror del genocidio en los campos de concentración, titulado así en alusión a un decreto nazi de 1941 que ordenaba el exterminio.
En la oscuridad de la sala, a medida que la proyección avanzaba, veía siluetas de espectadores que se levantaban y buscaban silenciosamente la salida, y cuando las escenas mostraron a aquellos prisioneros de cabezas rapadas y uniformes a rayas hacinados en los camastros, como espectros, las vistas de las cámaras de gas disfrazadas como baños y las excavadoras empujando los cadáveres hacia las fosas comunes estallaron aquí y allá en la sala los sollozos.
El sentimiento de culpa salta en las páginas de la novela de 1959 de Günter Grass, El tambor de hojalata. Oskar, el niño que voluntariamente deja de crecer a los tres años y va y viene por todas partes tocando su tambor, irrumpe en las reuniones del partido nazi con su toque incesante, que no deja dormir a la historia y atraviesa los años perturbando las conciencias dormidas.
Ese mismo sentimiento marca a la Europa moderna, al grado de que para Alemania y tantos otros países se vuelve un tabú condenar al régimen de Netanyahu por las repetidas masacres, también de aniquilación, contra el pueblo palestino en Gaza, como respuesta a las operaciones terroristas perpetradas por Hamas en octubre de 2023.
Cuando Brandt se arrodilla frente al monumento a las víctimas del nazismo en 1970, Europa consolida instituciones duraderas que eviten el regreso a regímenes autoritarios o totalitarios. El espejo del pasado es el nazismo. El del presente, al otro lado del muro de Berlín, el mundo soviético, dominado aún por el férreo estalinismo, como lo demostró la represión brutal para acabar con la primavera de Praga en 1968.
Por eso es una anomalía la aparición en aquel mismo año de 1970 de la organización terrorista Fracción del Ejército Rojo, conocida como Banda Baader-Meinhof; tal como es una anomalía hoy la manera en que prosperan partidos que levantan banderas parecidas a las del fascismo: proclamas de superioridad racial e intolerancia frente a los emigrantes.
La Banda Baader-Meinhof era un grupo clandestino que no apelaba a los votantes, sino al terror. Hoy, el partido Alternativa por Alemania (AfD) ha quedado en segundo lugar en las elecciones parlamentarias, con el 21 % de los votos; no obstante, la Oficina Federal para la Protección de la Constitución lo califica como una organización extremista, contraria al estado de derecho, que “devalúa grupos de población enteros en Alemania y viola su dignidad humana”.
Las organizaciones ultras de derecha obtuvieron en las elecciones para el Parlamento Europeo del año pasado un 27 % de los escaños, un porcentaje que hace 40 años no alcanzaba el 4 %. Y en esas elecciones han sido la primera fuerza en seis países y la segunda en otros seis.
El desprecio racial antisemita queda soterrado en su discurso oficial ante el odio discriminatorio contra los musulmanes y demás inmigrantes de diferente color de piel, religión y cultura. Pero no se trata sino de un disfraz. En el fondo, sigue viva la concepción que llevó a millones a terminar en los hornos crematorios, como los habitantes del edificio donde llegué a vivir en Berlín. El horror que hizo a Willy Brandt caer de rodillas para pedir perdón en el gueto de Varsovia.
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