Era marzo de 2015. Hace diez años, en pleno proceso contra el exmagistrado Jorge Pretelt, alguna vez, en una entrevista radial con Yolanda Ruiz, el abogado y hoy precandidato presidencial Abelardo de la Espriella dijo que “la ética nada tiene que ver con el derecho”. De inmediato le llovieron rayos y centellas. Aquel país, de aquella época, no podía concebir que en defensa de un togado de altísimo nivel se relativizaran los valores y se separara la discusión sobre la moral pública del ejercicio de sus funciones en la justicia y el juzgamiento integral que, para entonces, se le hacía a Pretelt.
Los colombianos, que llevamos lamentablemente en nuestro ADN la cultura del atajo, nos permitíamos, sin embargo, hasta hace relativamente poco, exigirles a nuestros altos dignatarios patrones sobresalientes de conducta y cuestionábamos las malas prácticas de quienes habían llegado al establecimiento –y en nombre del establecimiento– a hacer cosas por fuera de la ética.
La izquierda y sus dirigentes eran particularmente duros en ese reproche y por ello, en el ejercicio parlamentario, resaltaban tanto las voces de quienes, desde esa orilla, cumplían una labor de veeduría moral necesaria e implacable.
Por eso lo de ahora, una década después, es sencillamente incomprensible. Dirigentes que se expresan de cualquier manera en público, charlatanes que, sin pena, maltratan todas las formas. Líderes que dejan metidos repetidamente a los ciudadanos en distintos eventos o que impúdicamente llegan cinco horas tarde a una cita pública, en condiciones deplorables y sin ofrecer excusas por su retraso. Personajes enquistados en el poder que, pese a ser maltratadores probados, reciben cargos como premio y sonríen cínicamente ante las legítimas preguntas que les hace la prensa.
Lo peor son las bases que aplauden; los tuiteros que creen que cambian de opinión por una causa política que defienden, cuando, en realidad, lo que están cambiando es de principios. Personajes que acomodan las nuevas realidades a criterios éticos inauditos. Hombres y mujeres públicos que, a fin de cuentas, aceptaron “correr la línea ética” desde la campaña y no pudieron salirse de esa lógica tramposa que, como una bola de nieve, se está llevando todo a su paso. Cada hecho, cada hallazgo, cada discurso, es peor que el anterior. Puros “dobles raseros” que, en todo caso, no parecen escandalizar ya a nadie y ese es el verdadero problema.
El día que un país decide mirar para otro lado cuando uno o varios de sus dirigentes cometen una serie de desvergüenzas y no les cobran esas bajezas, las bases de una nación quedan socavadas y es muy difícil salir o levantarse.
Por eso, más urgente que pensar en quién será el próximo presidente, la pregunta debería ser cómo vamos a reconstruir los mínimos éticos y morales sin los cuales se puede aspirar a un cargo de elección popular tan importante como el de Presidente de la República o ser nombrado ministro de Estado o llegar al Congreso.
Sin un acuerdo ciudadano amplio que arranque por no dejar pasar las patanerías de unos y otros y exigirles comportamientos y estándares éticos altos a nuestros dirigentes, no habrá país; no habrá futuro.
Los que ahora nos mandan les han dicho adiós a la ética, a la moral, y sus gobernados los estamos dejando llegar muy lejos, sin reproches radicales frente a tanta cosa nauseabunda. No es tumbarlos, ni siquiera procesarlos judicialmente. Es exigirles que se ajusten a esos parámetros mínimos o castigarlos en las urnas si no corrigen el rumbo y premiar a quienes coherentemente propongan la recuperación de la ética como la base irrenunciable de sus programas de gobierno. Todo lo demás es despedirnos de la idea de una sociedad viable.