‘Autoridad carismática’ llamaba el sociólogo alemán Max Weber a una de las tres formas puras de dominación o de legitimación del poder, más bien. Las otras dos eran la autoridad tradicional y la autoridad legal y burocrática, cada una con sus respectivas estructuras y su definición, sus variaciones y matices, su forma ideal y todas las degradaciones que se pueden encontrar en el desquiciado juego de la vida, esta ruleta rusa.
Pero la autoridad carismática es sin duda la más interesante de todas: la que más recae sobre el encanto y los atributos de un líder, su carisma, obvio, y la historia está llena de ejemplos así: conductores que se erigen en los salvadores de sus pueblos, o que al menos encarnan esa promesa y la usan como una especie de mantra y acuerdo solemne, el pacto que une de forma sobrenatural a la masa y su caudillo que avanzan juntos como un solo haz de voluntades.
En muchos casos, la mayoría de ellos, se diría, esa relación está mediada por unos valores y unos principios: unas ideas en las que el pueblo cree a pies juntillas como un acto de fe, porque es lo que es, y que su caudillo encarna y representa en todas partes, las promueve y las cultiva, incluso ha sido capaz de formularlas mejor que nadie o hasta las ha prohijado o es su verdadero artífice y garante, su inequívoco vocero.
Muchas veces esa simbiosis entre el caudillo y su cauda acaba en el infierno, por supuesto, cuando no lo es ya desde el primer momento, una marcha decidida y metódica hacia el fondo del abismo. No tiene nada que ver con esto, o sí, tal vez sí, pero me acabo de acordar de esa frase con la que Alejandro Vallejo solía definir a Colombia en los años treinta del siglo pasado: “Una organización para la catástrofe”. Imposible más lucidez y patriotismo.
Pero en fin: que haya esa compenetración entre un líder y sus seguidores cuando el motor es el carisma me parece no solo normal sino también conmovedor y irable, uno de los espectáculos políticos más llamativos que pueda haber. Sobre todo cuando hay sinceridad en los principios y la gente que lo adora reconoce en su adalid, hacía tiempo que no oía ni usaba esa palabra, una adhesión verdadera a las ideas que los unen, su compromiso con ellas.
Ese espectáculo que es tan noble y tan bello, así nazca del error o la equivocación, pero esa es otra discusión, se vuelve triste y monstruoso, incluso trágico, cuando la premisa de la ecuación no se cumple y el caudillo no cree de verdad en lo que dice ni en nada y su único interés está en saciar su apetito de poder y de grandeza, para lo cual puede deshonrar sin el menor pudor su propio discurso, sus ideales, sus banderas, las razones por las que está allí.
Así es el poder, se dirá, y es cierto; así es el caudillismo casi siempre, por eso el carisma puede ser una forma de brujería para hipnotizar a las masas, tal como lo definió Grete de sco en ese libro revelador que es El poder del charlatán. Está bien, sí. Y uno entiende a los cínicos y a los pragmáticos, a los utilitarios, a los que saben que todo al final es una farsa o un fraude pero siguen ahí por interés, estrategia, desvergüenza.
Pero los que siguen creyendo de buena fe y con fanatismo, los que viven en estado de negación, los que no aceptan los datos más elementales de la realidad, los que minimizan que su caudillo no tenga principios y degrade y mancille todo aquello que dice defender, ¿no se dan cuenta? Es una pregunta difícil porque muchos allí se consuelan y se resignan con el valor simbólico de su causa, con eso les basta.
Otros saben que reconocer el error es una tragedia personal, se les va la vida. Si sus enemigos estuvieran en su lugar serían implacables con ellos; pero no es así, por eso no lo pueden aceptar.
www.juanestebanconstain.com