Los amantes de la literatura en español tienen este martes un pretexto para inclinarse con respeto en memoria del autor del cuento más corto de la historia, en el centenario del nacimiento del guatemalteco (nacido en Honduras) Augusto Monterroso.
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, dice la pieza en la que el escritor va directo al final de la historia, con una apuesta a lo esencial, digna de un minimalista.
La joya despertó sospechas de algún crítico, horrorizado porque hubiera aparecido un cuento de una línea. Monterroso (1921-2003) le salió al paso con un golpe digno de un boxeador de pegada mortal: “Fue un malentendido, en realidad se trata de una novela”.
La obra es la máxima expresión de la capacidad de velocista del autor, aterrorizado por la idea de escribir historias de más de cuatro páginas porque, según su superstición, después de ese límite es probable comenzar a escribir tonterías.
En una columna reciente en este diario, el escritor Sergio Ramírez destacaba el humor sosegado de Monterroso, “para nada estridente. Como era corto de estatura, decía que los bajitos tenían un sexto sentido para reconocerse entre ellos. Y se declaraba también embajador plenipotenciario de los Países Bajos”.
Augusto Monterroso nació en Honduras el 21 de diciembre de 1921, pero tomó la nacionalidad guatemalteca y terminó en México, donde se consagró como un escritor imprescindible, maestro del cuento, en el que, según Julio Cortázar, el creador debe ganar por nocaut.
Aunque asumió la literatura como un juego, sin tomarse en serio, Monterroso vivió con una perfección de virgo.
Sin embargo, eso no le impidió ser profundo, con la idea de que el humorismo es el realismo llevado a sus últimas consecuencias.
Juan Villoro, uno de los intelectuales más lúcidos de América Latina, fue alumno de Monterroso en un taller de escritura. En 2014, contó una anécdota que ilustra la manera del escritor de ver la literatura. “Cada vez que un alumno presuntuoso decía ‘acabo de terminar una novela de 300 páginas’, Monterroso le respondía: ‘Ah, te estás entrenando para escribir un cuento’ ”, dijo.
Según quienes fueron a sus clases, Monterroso fue un maestro duro, convencido de que la mayoría llegaba mal preparada y lo ignoraba. “Todos estamos mal preparados, lo importante es saberlo”, aseguró en una entrevista a Graciela Carminatti.
Uno de sus cuentos más emblemáticos, El zorro es más sabio, recrea la realidad del mejor narrador mexicano, Juan Rulfo. El zorro crea dos libros brillantes y deja de escribir; los demás le preguntan cuándo hará el tercero, y el zorro dice: “En realidad lo que estos quieren es que yo publique un libro malo”.
A veces escribía un cuento en un año o más tiempo, pero creaba joyas como las del libro La oveja negra y demás fábulas, que provocó una reacción de asombro en el nobel Gabriel García Márquez, quien afirmó que el libro debía leerse con las manos arriba porque su peligrosidad se fundaba en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad.
A los 100 años del nacimiento de Monterroso, los lectores hispanos se rinden a los pies del maestro. Los de México agradecen que el hombre haya elegido al país como su hogar, según explicó en 1990. “Lo más fantástico a que pueda llegar aquí la imaginación se desvanece en el trasfondo de una vida real que es como un sueño dentro de otro sueño. Lo mágico, lo fantástico y lo maravilloso está siempre a punto de suceder en México, y sucede, uno solo dice: pues sí”, escribió en un acto de gratitud.
Si ser minimalista es, como dice la Real Academia Española, buscar lo esencial eliminando lo superfluo, a Augusto Monterroso habría que recordarlo como un exponente de primera fila de esa tendencia en la literatura. No importa si en sus tiempos el concepto no estaba de moda.
“Cuando alguna vez le dije que nunca había escrito una sola línea mala, me respondió, antes de soltar su risa sosegada, que era porque escribía poco. Recomendaba, además, a sus alumnos de los talleres literarios, frente a la página que uno creía perfecta, agregar algún error, para lograr así la imperfección, que es siempre una obra humana. Igual que sus antepasados que se metían en las corrientes de los ríos a colar la arena en busca de pepitas de oro, Monterroso lo hizo con las palabras. Mucha arena colada y poco oro. Y cuando despierte dentro de otros cien años, seguirá allí”, anota Ramírez.
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*Con información de EFE