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Experiencia local
El último cine triple X que sobrevive en el centro de Bogotá, que hasta han intentado incendiar
El Esmeralda Pussycat es el rezago de un pasado de entretenimiento que, con películas eróticas, evitó la quiebra.
Entyrada del Esmeralda Pussycat, en la carrera Séptima con calle 23. Foto: Ricardo Rondón Chamorro
Para los iniciados, el ingreso a una sala porno puede concitar una sensación insospechada similar a la de cuando se aborda un motel popular: recelo, temor y vergüenza. Mientras que la entrada al motel generalmente está camuflada por un bambú, la del antiguo Cinema Esmeralda Pussycat la distrae el tabique de la gata coqueta que hace 33 años identifica al último teatro porno que se frena en desaparecer del centro de Bogotá.
Tras la rejilla, la señora de la taquilla, madura, seria, de anteojos, espanta el tedio de la tarde pasada por agua envolviendo rollitos de papel higiénico que entrega a los clientes con la boleta de ingreso. Cuesta imaginar a la aseadora que recoge entre silletas las suciedades después de cada función.
Entre taquillera y cliente no hay cruce de palabras. Ella se limita a entregar boleta y papel sanitario: hombres, planta baja; parejas, arriba; 15.000 pesos, tarifa básica por dos películas rotativas de 10:30 de la mañana a 6:30 de la tarde. Jóvenes, cédula en mano. Negada cualquier información. “No insista”. Si insiste, un machote pelón está alerta para retirar a quien pretenda saber más de la cuenta.
La cartelera ilustra el doblete rotativo de la semana: 'Locos por Linda' y 'Húmedo despertar', de un sinnúmero de estrenos que han devorado por años la pantalla: 'Yeguas insaciables', 'Enfermeras ninfómanas', 'Profanación anal'; en total, en cuestiones de porno burdo y duro se verá la misma monótona escena.
Un veterano encorvado, de boina rusa y chaquetón de paño, masculla papas fritas, y con ojos acuosos de moribundo se queda embebido en los pósters que, a los costados del hall, exhiben las vitrinas. Mujeres de formas ostentosas, curvilíneas y hombres rudos de musculatura fabricada en la maquinaria pesada de los gimnasios.
En algunos afiches hay inscripciones sugestivas:“Me gusta cuando me pones contra la pared”. “No dejemos para mañana las ganas que nos tenemos hoy”. El añoso apura las últimas papas de la bolsa y afana el paso a la taquilla. Recibe el boleto y el ovillo de papel higiénico, y se evapora como un ánima en la oscuridad viscosa del antro.
Adentrarse por primera vez en la sala es una película sórdida, alterna a la orgiástica que refulge en la mampara. Tipos de ojo escrutador, algunos con sus vergüenzas al aire en un plano secuencia de agite, con el chillido ahogado de las sillas. Otros, postrados sobre fundillos ajenos, indiferentes al escándalo de las “potras insaciables” del tecnicolor.
Canas y arrugas contrastan con rizos nubios y pieles lozanas de un trío de muchachos que no paran de burlarse de la obscena glotonería sexual. “¡Cállense, vergajos!”, exclama un anciano narigón que relame una chupeta. El ambiente en la sala es claustrofóbico, tenso, como denso el aire irrespirable. Una amalgama chicha de sudor y olor a perro mojado.
El Cinema Esmeralda Pussycat, ubicado en un antiguo y pesaroso edificio de la carrera 7.ª con calle 23, vecino del Pasaje Artesanal, se reprime a quedar en los archivos de un pasado en el que abundaron teatros del centro bogotano que, en un principio, fueron de cine familiar: matiné, vespertina y noche, y luego optaron por combinar dobletes de películas de drama, comedia y acción con cine erótico clásico, y terminaron exhibiendo pornografía cruda.
De los más reconocidos, en las décadas de los 70, 80 y 90, cines como el Apolo, el Novedades, el Ariel, el San Jorge, el Ayacucho, el Bogotá, el Coliseo, el Dorado, el Mogador, el Faenza, el Metro Riviera, el Atenas, el Caldas, el Nariño, el Lux, el Lido, el Cid, el Caracas o el Real, entre otros.
Tras cerrar puertas, algunos de ellos fueron transformados en bodegas de remate, parqueaderos, centros religiosos, discotecas, supermercados o talleres, como el Ayacucho, que aún conserva su icónica fachada, las puertas antiguas de pequeñas ventanas circulares y el altillo del proyector. La única renovación fue el borrón definitivo de la silletería, espacio que se destinó para talleres de tipografía.
De cada una de esas vetustas edificaciones, cinéfilos de años idos guardan una porción imborrable del ayer, como del Teatro Esmeralda, muchos años antes de ser el Pussycat pornográfico, cuando daban matinés dominicales, y en días corrientes llenaban la sala con películas como 'Doctor Zhivago' y 'Donde las águilas se atreven', y en Semana Santa 'El mártir del calvario' y 'Ben-Hur', como lo atestigua don William Fandiño, memoria de la movida cinematográfica capitalina.
Ver en exceso pornografía sería perjudicial para la salud. Foto:iStock
De cine erótico, aficionados recuerdan clásicos como 'Emmanuelle', 'El imperio de los sentidos', 'El Decamerón', 'Garganta profunda', 'El último tango en París', 'El portero de noche', 'Bajos instintos', 'Historia de O', 'La vida de Adele', 'Lolita', y las cintas protagonizadas por la voluptuosa actriz argentina Isabel Sarli, como 'Una mariposa en la noche e Intimidades de una cualquiera'.
El acabose
Internet y el DVD, seguido de la avalancha de películas piratas del llamado "cine para adultos" que se encontraban por tres pesos en antros clandestinos del centro y del antiguo Sanandresito de la 13, mermaron las ganancias de los teatros, que gradualmente se fueron liquidando. Esto agregado a la apertura de vídeo bares ocultos como El laberinto de Zeus, que tenía por fachada una cafetería.
El Cinema Esmeralda Pussycat ha sobrevivido a todos estos embates, incluido el desastre económico de la pandemia que, junto con la inseguridad, ha sido fulminante y devastador para el comercio de entretenimiento nocturno del centro.
Vandalismo en comercio ubicado sobre la carrera Séptima por un grupo de manifestantes del 25N. Foto:Néstor Gómez
En los últimos años, el Pussycat ha sido blanco de airadas protestas feministas. En dos ocasiones han intentado prenderle fuego con botellas de gasolina. La arremetida más reciente fue para la celebración del Día de la Mujer, el 8 de marzo. Como las encapuchadas lo encontraron cerrado, la furia fue mayor y violentaron la reja a garrotazos y patadas.
Del Esmeralda Pussycat no se sabe quién es su propietario, si el local está en arriendo o en sociedad. Hace años lo istraba Carlos Sánchez, pero ahora lo regenta Mauricio Ruiz, de quien la señora de la taquilla no da razón ni o. “Está prohibido dar información, menos teléfonos”, recalca ella mientras sigue enrollando papel.
Uy, no, parce, qué náusea. Menos mal que fui con un amigo, porque solo no entro; pero no alcanzamos a durar 15 minutos y salimos a toda.
'Rolo aventurero'Youtuber bogotano
Como quiera que sea, la sala se sostiene con la clientela generacional de gays y vejestorios solitarios o en baño, a la caza de algún mozuelo extraviado en penumbras; como narra su “horrible experiencia” primeriza en el Pussycat el youtuber reconocido como ‘Rolo aventurero’: “Uy, no, parce, qué náusea. Menos mal que fui con un amigo, porque solo no entro; pero no alcanzamos a durar 15 minutos y salimos a toda”.
“Esas miradas de hambre -continua el youtuber- que le hacen a uno. Y los ruidos, los gemidos y el olor. ¡Gas! Cuando salimos a la calle, respiramos a salvo.”.
Comparado con los contenidos de porno extremo, escatológico, zoofílico y violento que desbordan el océano de las plataformas digitales, el Esmeralda Pussycat vendría a ser una guardería de ancianos espermatorréicos que matan las horas frente a la pantalla mientras mascullan papas fritas y agotan rollitos de papel.
Siempre es la misma vaina. Pasa como con el sancocho de gallina: par cucharadas y mano a la presa
Alejandro MonroyPeriodista
‘Palillo’ (70 años), cuya vida transcurre entre los garitos de juegos de azar y el Pussycat, dice que es preferible pagar 15.000 pesos por dos películas porno que exponerse a una venérea o a una puñalada en los tétricos burdeles del Santa Fe.
El periodista y jurisconsulto Alejandro Monroy tiene un símil jocoso relacionado con el cine porno: “Siempre es la misma vaina. Pasa como con el sancocho de gallina: par cucharadas y mano a la presa”.