Un liberal a carta cabal

La muerte, a sus 77 años, de Horacio Serpa Uribe, el pasado sábado en su natal Bucaramanga, Santander, después de prolongada enfermedad, ha causado natural pesar en el mundo político, en especial en el Partido Liberal, y en la sociedad colombiana.

Y es que ha partido un hombre brillante, un político de los de antes, hecho recorriendo el país, pero, sobre todo, escalando posiciones desde la base hasta llegar a disputar el más alto cargo del Estado –la presidencia de la República– en tres ocasiones, dignidad que merecía con suficientes méritos.

Serpa es un ejemplo de esfuerzo personal. Orgulloso de ser hijo de una maestra de escuela, Rosa Uribe, se graduó de abogado y politólogo. Con esas bases sirvió a su Santander, primero como juez: promiscuo, penal y municipal. Y, luego, en la política forjó una vida irable y una figura respetable, detrás de su espeso bigote, que comenzó como concejal de Barrancabermeja, diputado departamental y gobernador de esas tierras que tanto quiso.

Siempre con la bandera del Partido Liberal en alto, cuyos principios honró y defendió a capa y espada, Horacio Serpa trasegó por todos los niveles de la política. Representante a la Cámara, senador, ministro de Gobierno –hoy del Interior–, presidente de la Asamblea Constituyente y embajador de Colombia ante la OEA.

El mundo político suele ser intrincado. Serpa afrontó polémicas y controversias, siempre con carácter, en aguerridos debates. El momento más crítico lo vivió en la crisis del gobierno de Ernesto Samper por causa de la financiación irregular de la campaña.

Fue, en todo caso, un servidor público en todo el sentido de la palabra, un impulsor de políticas sociales en beneficio de las clases menos favorecidas y un tozudo defensor de la paz negociada, otra de sus luchas principales hasta el final de sus días. Por cuanto constituyó este patricio liberal, a quien se le reconoce indoblegable lealtad, varios líderes políticos de hoy, comenzando por el presidente Duque, no ahorraron elogios sobre su persona y su vida pública. Más que justo.

EDITORIAL