Esta semana, la humanidad se acercó un poco más al Big Bang. En diciembre pasado, desde una plataforma en la Guyana sa, fue lanzado al cielo el telescopio espacial James Webb, el mayor observatorio astronómico que se haya puesto en órbita. Tras una travesía que lo llevó a un millón y medio de kilómetros de la Tierra, donde ejecutó el cuidadoso despliegue de su espejo de 18 segmentos hexagonales y del escudo que lo protege del Sol, el observatorio comenzó a transmitir sus primeras observaciones.
Pocas veces se había sentido tanta emoción en los círculos científicos. La primera imagen publicada del Webb es de una región del cielo “del tamaño de un grano de arena sostenido a la distancia de un brazo”, como le informó al presidente Joe Biden el de la Nasa, Bill Nelson. Esa minúscula porción del firmamento contiene todo lo que podemos observar en la foto que publicaron los medios del mundo: miles de objetos luminosos que a primera vista parecen estrellas, pero no lo son; son casi todos galaxias. Las más lejanas datan de 13.100 millones de años. Ese es el tiempo que ha tomado su radiación infrarroja en llegar hasta el punto, relativamente cercano a nosotros, desde donde las acecha el Webb. Muchos de esos objetos, por tanto, probablemente ya no existen. Mirar hacia el espacio profundo es, en esencia, mirar hacia el pasado.
Y ver el pasado distante es invaluable para la astrofísica, pues solo así se puede estudiar la formación de las primeras estrellas y galaxias, en los albores del universo. Hace 22 años se puso en órbita otro hito de la exploración astronómica, el telescopio espacial Hubble. El Webb, su sucesor, puede ver objetos hasta cien veces más tenues y cientos de millones de años más antiguos, con una profundidad y precisión inéditas. Es, sin duda, una de las mayores proezas tecnológicas de la historia. Nunca antes habíamos estado tan cerca de ver el origen de todo lo que existe.
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