Manizales del alma, como dicen sus cerca de 400.500 habitantes, está de fiesta, pues como es tradicional desde hace 66 años, en los primeros días de enero la capital caldense convoca a los colombianos y cada vez más al turismo internacional a su feria, calificada con orgullo como la feria de América.
Manizales, que significa juventud, como dice su himno, presenta su feria añeja, pero renovada a la vez, pensada para todos: para niños, jóvenes, adultos y viejos. Ese es uno de sus aciertos.
De manera que allí, al lado del famoso Reinado Internacional del Café, en el que las reinas tienen o diario y directo con el público y que son ovacionadas en ese colorido y romántico desfile de las Carretas del Rocío, está el festival de la trova, donde sorprenden la agilidad mental y la habilidad para la rima, mezclada con gracia e ingenio. También está su feria taurina, a la que vienen los mejores diestros del mundo.
Y en esas calles empinadas se dan las competencias de carros de balineras, en las que los participantes se preparan y se sienten compitiendo en fórmula uno; están las fondas de arriería en honor a esos irables campesinos que con sus recuas abrieron los caminos del progreso. Y, claro, hay grandes orquestas, hay tango, vallenato, ranchera, música de antaño… Hay gastronomía, cultura, ferias de arte, de cafés especiales –qué tal que no–, feria popular y artesanal. Y los niños y niñas tienen deporte y show de magia.
Es una feria que mueve la economía regional, claro, pero además mueve el ánimo, porque es una cita obligada para miles de habitantes de aquella pujante región cafetera, que se dan una merecida pausa para disfrutar o participar en numerosos eventos que los identifican y rinden culto a sus tradiciones y a la historia. Bien por Manizales. Esta es una oportunidad invaluable en un país laborioso, pero también con innegables dificultades, para vivir momentos de sosiego, que ojalá fueran más frecuentes.
EDITORIAL