Doris Salcedo, la extraordinaria artista colombiana detrás de algunas de las piezas y de las acciones artísticas de duelo más importantes de las últimas décadas, no solo ha estado impidiendo que las víctimas se conviertan en costumbres y en omisiones –y a partir de testimonios e investigaciones ha dejado constancia de las masacres, de las desapariciones y las ejecuciones extrajudiciales que han marcado nuestra historia reciente–, sino que en los últimos años ha venido reaccionando a modo de funeral y, de inmediato, a hechos de la importancia del plebiscito sobre los acuerdos de paz con las Farc o el estallido social de estas semanas.
Hace cinco años nada más, Doris Salcedo cubrió la plaza de Bolívar de Bogotá con una mortaja llena de nombres de víctimas luego de la inesperada derrota de los acuerdos en las urnas. Hace unos días, una vez más, con la colaboración de la estupenda curadora Belén Sáez de Ibarra, montó un doloroso homenaje a tantos colombianos –civiles y policías– asesinados en las protestas sociales de los últimos tres años: quien visita Vidas robadas, el homenaje en cuestión, se encuentra con los perfiles de 74 víctimas en las salas sobrecogedoras de Fragmentos, el “contramonumento” que ella misma pensó y fue levantado sobre un suelo hecho por un grupo de víctimas de violencia sexual que destruyeron y que fundieron 37 toneladas de armas entregadas por las Farc.
Se llama así, Vidas robadas, porque, como la propia Salcedo le dijo a EL TIEMPO, “el nombre hace referencia a una vida plena, completa, que debería ser vivida: en el momento en que esa vida se destruye violentamente, terminamos un mundo”. Es un trabajo colectivo, pensado desde el Museo de la Universidad Nacional y el portal Cuestión Pública, que parte de testimonios e investigaciones de diferentes fuentes. Resulta profundamente conmovedor, removedor: Salcedo siempre ha sabido decirnos, en el momento justo, que el destino de las víctimas no puede ser el olvido.
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