La teoría convencional enseña que la competencia perfecta y el libre comercio conducen a una situación de Pareto (dicen sus autores) óptima, donde todo tiende al equilibrio.
Cuando se pierde la inocencia, se descubre que lo dominante en el comercio y la inversión es la competencia imperfecta: las economías a escala, las barreras a la entrada, signadas por los monopolios y oligopolios, los precios establecidos por mark-up y no por oferta y demanda. En síntesis, el abuso del poder dominante del mercado.
Si eso es verdad, y lo es, todo conduce a la centralización y concentración del capital, al aumento de una globalización salvaje, a la profundización de la desigualdad y al incremento de las brechas en la distribución del ingreso entre los países, las regiones y las poblaciones más ricas y las más pobres.
Frente a los fallidos intentos de una gobernanza multilateral con reglas para fomentar la transparencia en la circulación de factores (bienes y servicios, capital conocimiento, inversiones y mecanismos de solución de diferencias) definidas por la Ronda Uruguay del Gatt y con la creación de la OMC, se evolucionó hacia el fortalecimiento de acuerdos regionales, plurilaterales o bilaterales.
Comercio de bienes intraindustriales entre países desarrollados y emergentes (China, India y los tigres asiáticos), mientras que en la mayoría de los países en desarrollo y especialmente los latinoamericanos realizaban un comercio interindustrial, convirtiéndose en economías netamente exportadores de productos básicos (minero-energéticos o agropecuarios) e importadores de bienes y servicios con ventajas competitivas e incorporación de progreso técnico.
Es una nueva oportunidad para la integración regional y del Sur-Sur, el fortalecimiento de los mercados internos.
Pero el mundo cambió. Hoy nadie duda de la crisis profunda de la gobernanza multilateral, los tratados de libre comercio como el Nafta se desmoronan producto de las erráticas medidas arancelarias tomadas por la istración Trump y el creciente proteccionismo de la Unión Europea y de China.
Pero hay que decirlo, el caos en la globalización, la crisis climática y las nuevas ventajas comparativas (la biodiversidad, el boom de las energías renovables, la crisis en la salud, producto de las pandemias, los excesos de capital en los países árabes y algunos desarrollados) crean oportunidades evidentes para los países en desarrollo.
De una parte, es una nueva oportunidad para la integración regional y del Sur-Sur, el fortalecimiento de los mercados internos, la atracción de la IED, exigiendo la transferencia científico- tecnológica para los países receptores, así como la necesaria evolución del capital rentístico nacional hacia un capital productivo, creador de empleo y diversificación de la oferta, en condiciones de equidad.
De otra parte, nada nos impide soñar con un proceso de reindustrialización en bienes y servicios, convertir las nuevas ventajas comparativas en competitivas y contribuir realmente a la transición energética, al respeto de los derechos fundamentales (salud y educación, etc.), al fortalecimiento de los territorios y a la integración regional.
Una política nacional que nos permita combatir los males de la competencia imperfecta, con la definición de medidas de equilibrio frente a los excesos de la multinacionalización y que signifique la aplicación de medidas comerciales para combatir los abusos de precios, el contrabando, el lavado de activos y los subsidios de los desarrollados, que todo lo distorsionan.
Es, en mi opinión, una nueva oportunidad para ejercer políticas activas en el contexto internacional, con una respuesta consistente frente al nuevo proteccionismo, signado por el inconfundible sello de la locura desatada por el señor Trump.
¿Qué hacer? Si no reaccionamos, será otra década perdida para Colombia y Latinoamérica. Toda crisis trae una oportunidad.