Decir gracias es necesario cuando hay tanto que agradecer, sobre todo a personas anónimas que se solidarizan espontánea y empáticamente. También se queda corta la palabra ante tanto apoyo que abraza y abriga, en medio de un momento tan doloroso y desesperanzador.
A quienes estén un poco ajenos a estas líneas, les comparto que el lunes pasado, en una rueda de prensa, hice lectura de la carta que dirigí a la fiscal general, Luz Adriana Camargo Garzón, y a los honorables jueces de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En esta misiva desistí de mi derecho de aspiración de justicia, tras 25 años de ocurridos los hechos que el país ya conoce.
Y ¿por qué renunciar? Para algunos puede ser absurdo, pero es mi derecho político, como ciudadana, de sentar un precedente. Es necesario recordarles a los fiscales y a los jueces y a quienes istran el sistema judicial en Colombia que miles de mujeres les entregaron desgarradores testimonios de sus violaciones y vejámenes, creyendo que ellos y ellas, los integrantes de la justicia, les devolverían algo de paz.
Esas mujeres, quienes también tienen sus casos en la impunidad, no tienen la misma oportunidad que yo tuve, de gritarlo fuerte, porque están en lo profundo de un territorio abandonado y con los victimarios cerca, o porque no cuentan con la bendición de tener un trabajo o una empresa, una familia y un círculo social que las respalde, o sencillamente porque el miedo es más grande y al final del día siguen aferradas a ese imposible.
Así que mi grito va por ellas también. Por las más de 3.500 mujeres que nos entregaron sus casos para presentarlos ante la Jurisdicción Especial para la Paz. Hasta el sol de hoy no han tenido respuesta, reconocimiento y mucho menos reparación. Ellas siguen esperando y confiando. No las defrauden como a mí.
En mi carta, le recordaba a la señora Fiscal que soy el caso 33 del anexo reservado del auto 092 de 2008, de la Corte Constitucional, sobre violencia sexual, y soy la primera mujer que habló públicamente en Colombia, ante millones de personas a través de un programa de televisión, de su caso masivo de violación. Otra gran fortuna en medio de la ignominia que he afrontado.
Es una fortuna porque centenares de niñas y mujeres que fueron violentadas sexualmente en las filas de la antigua guerrilla de las Farc ni siquiera han sido reconocidas como víctimas. Sus verdugos hoy legislan sin haberles pedido perdón. Y ni qué decir del Eln.
En el caso del paramilitarismo, un capítulo que sigue siendo escabroso, allí sí que la impunidad tiene su lugar seguro. Son pocos los casos, en comparación con el número de niñas y mujeres afectadas, que los tribunales de Justicia y Paz y la justicia ordinaria documentaron y procesaron. La impunidad de violencia sexual en el marco del conflicto armado perpetrada por las autodefensas, según los registros de las organizaciones de mujeres en Colombia, alcanza más del 90 por ciento.
Repito, la justicia es la única esperanza que mueve a una víctima, a un o una sobreviviente o a sus familias. Pensar incesantemente en la verdad, en el escarnio para el victimario, en una condena que dé la razón y ratifique (a pesar de saberlo de sobra) que sí pasó, que sí te secuestraron, que sí te torturaron, que sí te violaron, que sí te mataron, es un aliciente.
Por eso, la justicia se convierte en una causa.
Entonces, ¿qué pasaría si llegara la justicia?
Seguramente que 120 mujeres y sus hijos y sus padres, los que aún viven, podrían regresar al corregimiento de El Salado, en los Montes de María. Otra vez estarían felices en sus ranchos, cultivando el tabaco, como lo hacían en enero del año 2000.
Y tal vez María Carmen no cargaría más la vergüenza de caminar por El Placer, en el Putumayo, sin sentir el peso demoledor del señalamiento. Y las niñas de La Gabarra, en Norte de Santander, hoy mujeres de más de 30 años, volverían a caminar sin temor y sin pena por su vereda. Sin culpa.
Tal vez yo volvería a dormir una noche completa, como no lo hago desde hace 25 años. Pero es mucho pedirles a quienes no quieren ver ni oír. La impunidad ganó.
JINETH BEDOYA