En días de profundas reflexiones, qué importante es dejar una consideración general sobre algo de lo que poco se habla.
Hay pequeñas grandes fortunas y que esta columna salga hoy, Jueves Santo, el día que el mundo católico se hinca ante el perdón y la humildad, representados en un Jesús que lava los pies de sus discípulos y los besa, así como en la repartición del pan y el vino en la última cena, por supuesto que es una fortuna.
Esta es una coyuntura perfecta para meditar un momento sobre qué estamos dispuestos, dispuestas a sacrificar en nombre del amor. De todas las formas de amor: el filial, el pasional, el profesional, el de patria, o el amor propio. La filia.
El mundo está convulsionado y es necesario repensarse individual y colectivamente. Las decisiones del nuevo mandatario estadounidense, la ausencia de estas en el caso de Gaza y Ucrania, el mutismo ante realidades complejas en Afganistán, Birmania, Nicaragua o Venezuela, sin contar la hora de la verdad para Europa, hacen parte de un momento crítico y clave en la historia.
Y ni hablar de Colombia. Nuestro lugar es punto aparte. Se ha dicho insistentemente que hemos retrocedido a finales de los años 90 en muchos aspectos, sobre todo en la seguridad. En los escandalosos niveles de corrupción también. Así mismo, la economía suma lo suyo.
Pero en las esferas más personales, en el tú a tú, las dificultades germinan con particularidades que siguen siendo tabú, innombrables, porque la sociedad de una u otra forma estancó su madurez y entendimiento en contravía de los acelerados avances de las plataformas digitales y la tecnología en general.
Se sigue ocultando la salud mental, la violencia de género, la diversidad y sus derechos, el cambio climático y el declive del planeta. Se sigue creyendo que las transformaciones están en las manos de los que ostentan el poder legal o ilegal o de los plutócratas. La humanidad está llena de dudas, miedos y ambiciones, y pocas ganas de compromiso. La premisa del "sálvese quien pueda".
Despojarse del "yo" para hablar del “nosotros” es el acto de amor más grande. Nos lo han enseñado generación tras generación.
Lo que no se sabe es si habrá el suficiente raciocinio para salvarse, porque un empresario ahorrador obvia el mantenimiento en su local o centro comercial, evitando el colapso repentino de un techo, y el fiscal prefiere recibir un cheque 'anónimo' para dejar a un criminal en libertad, y un presidente decide invertir millones en perfilar a feministas y no proveer medicinas esenciales a enfermos de VIH.
Y un ciudadano común, con un empleo y una vida común, decide arrojar por la ventana de su auto en movimiento al gato que ya no quiere o no puede mantener. Y los que creen que son una "raza pura perfecta", un día quiebran sin piedad las extremidades de un ser humano y le arrojan al agua para que se ahogue. Otros más, con la misma indolencia, se dedican a grabar los llamados de auxilio sin inmutarse en lo más mínimo. Criminales todos.
Así la cosas, ¿es o no necesario preguntarse en esta Semana Santa de golpes de pecho, rezos y descanso, qué haríamos por amor? Porque la empatía también es un tipo de amor.
¿Dejaríamos, acaso, pasar un día sin quejarnos, sin ser indiferentes, sin discutir por discutir, sin ver solo lo negativo sin actuar, o ver lo negativo y tomar acción para intentar cambiarlo?
Despojarse del "yo" para hablar del “nosotros” es el acto de amor más grande. Nos lo han enseñado generación tras generación; ese es el fondo de estos días para quienes creen en Jesucristo y su Iglesia, como para quienes profesan otras religiones, básicamente porque termina siendo uno de los soportes de la supervivencia.
El amor debería darnos el ancho de banda para saber en qué momento es necesario dar un paso al costado, no robarse la plata de las regalías, itir que cometemos errores, tener conciencia sobre nuestras capacidades y falencias, ser grandes para ofrecer y recibir una disculpa, o reparar a las víctimas sin contraprestación de ningún tipo. El amor no es posesión, es respeto.
¿Qué harían ustedes por amor?