Ayer empezó el cónclave para escoger un nuevo Papa, sin duda el colegio electoral más refinado, complejo, erudito e importante del mundo, tan antiguo que se remonta al siglo XIII cuando a causa del enfrentamiento entre el Vaticano, el Sacro Imperio y la monarquía sa, que acababa de tomarse la isla de Sicilia, los cardenales se demoraron tres años para escoger a Gregorio X y si no es porque los encierran a pan y agua todavía estaríamos allí.
La idea canónica es que el que escoge de verdad al nuevo Papa es el Espíritu Santo, que ilumina con su luz a los cardenales para señalar al Obispo de Roma que tiene solo tres o cuatro requisitos: ser hombre, mayor de edad, célibe y bautizado. Dice la leyenda que lo primero implicó, durante mucho tiempo, un ritual para comprobar que el nuevo ungido de Dios sí tuviera testículos de verdad, por eso lo sentaban en una silla con una abertura para que se los tocaran.
Ya eso no es así, por suerte para todos, o casi todos, pero lo cierto es que el Espíritu Santo se decide siempre por uno de los cardenales presentes en el cónclave: mejor un hijo de la casa que salir a buscar un Papa en cualquier esquina, y aun así nada está garantizado. A mucha gente se le olvida que se trata de una monarquía absoluta de inspiración divina, acaso la última con esas características en el mundo moderno.
Eso, de hecho, es lo que más me impresiona y me conmueve de la elección de un nuevo Papa: que nadie se puede sustraer a la fascinación de esa ceremonia tan antigua que conecta siempre al presente, cualquier presente en el que uno pueda pensar, con una historia milenaria e ininterrumpida, intacta casi desde el siglo I de la era cristiana, aunque es cierto que durante sus primeros trescientos años esa historia tiene más que ver con el mito que con la realidad.
Y luego siguió siendo así: la historia de la Iglesia católica resume y sintetiza sus orígenes paganos y gentiles y también judeocristianos, por supuesto, su indudable vocación mística, su inspiración divina (dicen, decimos, los católicos), la forma en que terminó por remplazar al Imperio romano y asumió buena parte de sus estructuras y expresiones del poder, un poder como quizás haya habido muy pocos a lo largo del tiempo.
Lo interesante es que de alguna manera, o de muchas maneras, más bien, eso que llamamos la ‘modernidad’, y podríamos escribirla incluso con mayúsculas, la ‘Modernidad’, no es sino el desmonte de lo que significó el catolicismo durante más de mil años, por eso el mundo occidental, que fue una construcción de la civilización católica, su resultado, se vuelve algo tan distinto a partir del siglo XVI.
Lo que caracteriza a la Modernidad –sí: dejémosla en mayúsculas, en eso consiste– es la ruptura del espíritu confesional y unitario que, pese a las herejías, logró imponer el catolicismo durante un milenio. Pero desde el siglo XVI, y por una serie de procesos históricos que ni siquiera puedo mencionar aquí, lo que surge es una especie de nueva religión: la religión de la Razón con su teología irrefutable e infalible que es la Ciencia.
Todo eso es la Modernidad (eso y más): el espíritu secular y escéptico, valga la paradoja, el triunfo de un mundo desacralizado y terrenal. Sin embargo, no es sino que se muera o se case un rey o coronen a uno nuevo, la corona es la otra gran figura hereditaria del poder medieval en Occidente, también en mayúsculas, y el mundo entero se paraliza para asistir y sumarse a ese ritual que lo devuelve a un tiempo mítico no del todo abolido.
Eso pasa también con los Papas: mucho descreimiento y todo lo que quieran, sí, pero nadie se mueve a la espera del humo blanco que anuncie al nuevo heredero de San Pedro. Más gente ve el cónclave que la Champions.
JUAN ESTEBAN CONTAÍN