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Opinión

¿Nos importa quiénes somos? | Columna Z

Aquí persiste una especie de dejadez colectiva, indiferencia, frente a nuestra identidad. Lo que prevalece es una farsa: puro 'marketing'. 

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A mediados del año pasado, terminaron las excavaciones arqueológicas para la ampliación de la avenida Caracas, en Bogotá, cerca de la zona de La Ladrillera en la localidad de Usme. Durante el proyecto, se encontraron 100.000 piezas arqueológicas de la cultura muisca: material cerámico, lítico y metálico, junto con restos óseos humanos y animales. Estos vestigios aún están pendientes de ser datados para determinar su período de pertenencia. Es un tesoro en espera de ser historizado.
Aun así, no faltaron las quejas y reclamos: “Que eso, para qué, que por qué tienen que romper toda la calle, que esas ceramiquitas no sirven”; en fin, la opinión promedio de los transeúntes que van tarde a su trabajo y tienen que caminar unos cuantos pasos más para rodear la excavación. Pero, ahí sí, cuando se cierra una cuadra para construir los parqueaderos de un centro comercial, soportan esos cuantos pasos.
El cronocentrismo que rige el mundo es notorio, aunque solo para quienes notan su presencia. Superficialmente, percibimos casas, edificios, tiendas, parques, carreteras y otros lugares comunes, pero no hay una inclinación colectiva por preguntarse: ¿qué hay debajo? o ¿qué hubo antes de la construcción de la superficie?
Es un misterio fascinante usar los rayos X de nuestra imaginación para vislumbrar lo que existió antes, quiénes habitaron los mismos límites y planicies naturales que tú y yo, y las construcciones que alguna vez se pensaron eternas, al igual que hoy creemos que nuestro entorno perdurará para siempre, o casi siempre.
Profundizar en nuestra percepción del ahora nos lleva a escarbar en el pasado: nuestra historia y la del territorio que habitamos, muchas veces ignorada o pasada por alto. No solemos crear una conexión profunda entre nuestras vidas y el lugar donde vivimos. Llámese territorio o metros cuadrados, depende de cómo definas el espacio que habitas, da igual; la arqueología es un o directo con nuestras raíces y expresiones materiales propias, que mucho se han perdido en el mundo globalizado.
Los descubrimientos, excavaciones e investigaciones no son un estorbo ni una forma de "botar la plata" o causar trancones. Son una oportunidad para avanzar en nuestra constante búsqueda de nosotros mismos.
¿Cómo podemos crear una conexión individual con los vestigios del pasado que comparten nuestro territorio? Ese sentimiento fascinante de encontrar una vasija, sacarla del suelo, limpiarla, pasar tus huellas dactilares sobre ella y saber que quien la creó vio las mismas montañas que tienes frente a ti, bebió del mismo río que tú y sintió en su piel los mismos vientos envolventes que matizan tus amaneceres. O tal vez ir a un museo y quedarte varios minutos frente a una escultura de barro, denotando su expresión facial o su uso cotidiano, pasar tus ojos por sus curvas y puntas, imaginarte el significado de sus patrones sagrados y dar cuenta de su color y de sus grietas. Eso es conectar con la esencia más autóctona que tenemos, apreciar el mismo territorio del cual ese barro fue extraído, amasado y transformado para suplir algún deseo o necesidad humana, probablemente de algún ancestro tuyo.
Aprendí a ver con rayos X el pasado y el territorio cuando trabajé con un equipo de arqueólogos, historiadores y biólogos en la extracción de kilos y kilos de tierra en un pequeño pueblo de Castilla y León, revelando una parte de un gran complejo de viviendas, calles y murallas llamado Pintia. Este nombre perdido y reencontrado pertenece a un pueblo prerromano llamado “Vacceo”, que por motivos de sucesiones históricas se perdió por un milenio bajo la superficie. Ahora, saliendo a la luz cubeta por cubeta, reconstruye un capítulo de identidad ibérica. Una experiencia así transforma. Sirve para entender la responsabilidad de trabajar para crear historia. Paradójicamente, tuve que ir hasta España para entender cómo nos relacionamos con nuestras ganas de conocernos y entendernos en Colombia.
Aquí persiste una especie de dejadez colectiva, indiferencia, frente a nuestra identidad. Aunque hay emprendimientos que intentan apuntar a "lo nuestro" o a "quiénes somos", muchas veces se limitan a explotar diseños de frutas exóticas, comunidades marginadas, mariposas amarillas, bailarines de salsa y slogans con palabras coloquiales. No hay un vínculo profundo que teja las identidades y materialidades del pasado con el presente. Lo que prevalece es una farsa: puro marketing. Se deja de lado lo real, lo que es, lo que fue y lo que, por milagro, aún permanece. Ahí radica la relevancia de nuestra arqueología.
Este oficio, esta ciencia, es ignorada por muchos, no solo en Latinoamérica, sino en gran parte del mundo. No hay apoyo financiero para excavar "huesitos" o "cerámicas rotas". Si la gente entendiera que este es el primer paso para reconstruir, tejer y crear una comunidad basada en lo palpable, lo tangible, en lo que está directamente en diálogo entre el pasado y el presente, tal vez cambiaría su percepción. Esto no tiene nada que ver con el marketing que nos vende la idea de que "Colombia es pasión".
Para construir historia, primero hay que investigar, y para investigar es necesario invertir. Invertir atención, interés, reconocimiento y recursos, tanto por parte del Estado como de la ciudadanía. Cuando visiten un complejo arqueológico como San Agustín, Tierradentro o Ciudad Perdida, más que quejarse por el precio de la entrada, es mejor maravillarse por las piedras que siguen en pie después de más de 1.000 años, como también por la oportunidad de presenciarlo. Los descubrimientos, excavaciones e investigaciones no son un estorbo ni una forma de "botar la plata" o causar trancones. Son una oportunidad para avanzar en nuestra constante búsqueda de nosotros mismos.

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