Soy la última de cuatro hermanas. Mientras esperaban que naciera, mis papás habían dado por sentado que sería un varón. Los entiendo. Después de tres mujeres, les parecía lo más lógico. Tener un varón en la familia era un sueño al que se aferraban, aun poniendo la salud de mi mamá en riesgo. Ella tenía cuarenta años, en una época en la que las mujeres ya eran abuelas a su edad. Por eso le recomendaron un “aborto preventivo”. No hizo caso. Siguió adelante con el embarazo.
El niño iba a llamarse Juan. Siempre me he preguntado cómo es que, de Juan, pasaron a Melba Beatriz, que fue como me bautizaron. También me he preguntado qué habría pasado si entonces se hubiese podido conocer el género antes del parto. El día que nací, mis hermanas prefirieron ir a la feria de la ciencia a ir a conocer a su nueva hermana. Papá estaba en un viaje de trabajo. Mi tía Melba, su hermana, había venido a acompañar a mi mamá en el hospital, así que me llamaron como ella. Quizá para empatar, también me llamaron Beatriz, como la hermana de mi mamá. Mi nombre es un homenaje y una cacofonía. “Una venganza por haber nacido hembra”, dice una de mis hermanas, medio en broma, medio no.
El caso es que el Melba se lo debo a mi tía de Cali. Una mujer solterona, rezandera y cínica, liberal hasta la médula a pesar de tener un cilicio colgando en la pared de su cuarto, al que siempre vi más como una provocación retórica de una bruja sagaz que como el instrumento de flagelación de la carne de una mística cristiana. Melba Lucía, mi tía, no pudo ser monja porque siendo la menor de las hijas y la única soltera se vio obligada a quedarse en casa cuidando de sus padres. Cuando murieron mis abuelos ya había pasado los cuarenta años, y su universo, en contraste con los matrimonios, viajes hijos y empleos de sus hermanos y hermanas, se circunscribía a las cuatro paredes de una casa vieja al nororiente de Cali.
Su casa era un mundo donde ella jugaba a llamarme la “Melba buena”, mientras que ella era, en cambio, la “Melba mala”.
Por su lado, Beatriz es una trabajadora social que usa el apellido Wijström desde hace 50 años, herencia del sueco de dos metros con quien comparte la vida en una casa de madera cerca de Jönköping. Española como mi mamá, se fue a recorrer mundo desde muy joven, viviendo en España, Colombia, Estados Unidos, Italia y ahora Suecia. La antítesis de Melba Lucía, se podría decir. Una mujer protestante, socialista, madre de tres hijos, trabajadora hasta sus setenta años cumplidos, en contraposición a la monja frustrada, conservadora, solterona mística y dueña de su propio mundo raro encerrado en cuatro paredes descascaradas que fue la Melba Mala. Melba Beatriz es cacofónico, sin duda, pero es también la primera piedra sobre la que se funda una personalidad.
¿Y qué me dicen del “de” de las casadas? Mi segundo apellido es de Nogales, por mi mamá, pero muchas veces han pensado que estoy casada con un señor Nogales
Es así como no dejan de sorprenderme los cambios de nombre, pues en ellos encuentro un vaticinio primigenio, un augurio, un linaje, una historia. Así como mi tía Beatriz tomó el apellido de su marido, millones de mujeres hacen lo mismo en distintas partes del mundo. Yo me pregunto si al pasar a llamarse Smith en lugar de Pérez, Wijström y no De Nogales, no sufren una metamorfosis involuntaria, como si una parte de ellas viviera en cuerpo ajeno.
¿Y qué me dicen del “de” de las casadas? Mi segundo apellido es de Nogales, por mi mamá, pero muchas veces han pensado que estoy casada con un señor Nogales. Qué alegría es saber que ahora las mujeres tendemos a conservar el nombre propio, no pasamos a ser “de” nadie después del matrimonio, y no tenemos que eliminar nuestro apellido para remplazarlo por el de alguien más. Los nombres cuentan historias, las fundan, acaso evocan un destino. Tal como sugiere Shakespeare, no sabemos si la rosa olería igual de llamarse distinto. Y yo misma no sé quién habría sido de llamarme Juan.
MELBA ESCOBAR