El enfrentamiento no es nuevo. La guerra arancelaria de Trump contra China no es de ahora. Viene desde 2018, cuando al cumplir su primer año de gobierno, en respuesta a las que consideraba indebidas prácticas comerciales chinas, como la apropiación de la propiedad intelectual o el mantener artificialmente competitiva su moneda frente a la divisa estadounidense, Trump impone aranceles del 10 % a más de 6.000 productos chinos que entraban a Estados Unidos y que Pekín calcula en un valor superior a los US$ 500.000 millones.
El Gobierno chino no se quedó con los brazos cruzados. No solo reaccionó imponiendo aranceles del 5 al 10 % por los productos estadounidenses que entraban a China por valor de US$ 60 .000 millones. También recurrió a una acción política de fondo: decide acelerar la negociación que adelantaba desde 2012 con Japón y Corea del Sur para la firma de un acuerdo de libre comercio que se formaliza en 2021, último año del gobierno Trump.
Por el lado estadounidense, la pugna estaba concentrada en aluminio, acero y tecnología. Según los expertos, los chinos atacaban más de 100 productos gringos, pero su interés estaba centrado en la carne de cerdo, las frutas y el vino. Para la época, el déficit comercial de Estados Unidos con China había alcanzado niveles preocupantes. Entre 2000 y 2017 las ventas de productos chinos en el país del norte habían crecido en seis veces, mientras que las ventas de los gringos a los chinos apenas se habían multiplicado por dos. Para 2017, el déficit comercial superaba los US$ 327.200 millones de dólares. El asunto nunca quedó resuelto. Fue una guerra intensa pero de corta duración. Quedó congelada con el fin del gobierno Trump. En la mitad había quedado el Gobierno de Panamá, al que Washington señaló con preocupación por la excesiva presencia china en la gestión y el control del canal de Panamá.
Más que un instrumento técnico para sustentar la decisión, es un recurso político para abrir la puerta a una negociación que redistribuya las cargas entre Estados Unidos y el resto del mundo.
Cuatro años después, mientras los chinos avanzaban en su estrategia de consolidar (bajo su control) la región del Asia-Pacífico como la promotora de la integración económica y el libre comercio, al iniciar su segundo gobierno Trump prefiere jugar la carta más dura: involucrar a todos los países en la pelea de los aranceles. Con el argumento de compensar las tarifas impuestas por los países a los productos de Estados Unidos, el 2 de abril publica la tabla que rige los nuevos aranceles para el mundo y cuyo propósito Rana Foroohar, columnista de Financial Times, resume muy bien: "El reparto de cargas entre Estados Unidos y el resto del mundo debe cambiar". No solo porque son los recursos de los estadounidenses los que sostienen el funcionamiento de los principales organismos multilaterales (con sus burócratas) que de cierta forma garantizan el orden de la globalización, sino (lo más importante) que la interdependencia que genera la globalización debilita la seguridad y la defensa nacional. Otra vez Foroohar: "Si no tienes cadenas de suministro independientes para producir bienes cruciales, no tienes seguridad nacional".
Aquí el problema es político, no económico. Por eso al mundo le están resultando tan traumáticas las medidas y los cambios repentinos en las decisiones de Trump. No se trata de cuán reciproco y justo pueda llegar a ser el intercambio de bienes y servicios entre países. Lo que cuenta es el poder político y militar que sustenta esos intercambios y la capacidad que se tenga para regular las crisis y contener los conflictos internacionales de manera que no se pierda el control sobre los dispositivos que sostienen el orden político y social. Así, no importa qué tan consistente pueda ser la fórmula que el gobierno Trump haya decidido para calcular el monto de los aranceles de los países para garantizar la reciprocidad con Estados Unidos. Más que un instrumento técnico para sustentar la decisión, es un recurso político para abrir la puerta a una negociación que redistribuya las cargas entre Estados Unidos y el resto del mundo, y que marca el fin de la globalización.
* Profesor titular Facultad de Ingeniería, Universidad Nacional