En un artículo publicado el fin de semana en The New York Times, la editora de Cultura de ese periódico, Melissa Kirsch, hace una reflexión muy pertinente para esta época, en la que vivimos hambrientos de información detallada y agobiados por la planeación excesiva a la que recurrimos al realizar actividades tan mundanas como ir a un restaurante o alquilar un apartamento.
Recuerda la columnista aquellos tiempos en los que para alquilar un apartamento tocaba atenerse a los datos casi telegráficos de los avisos clasificados, en los que no había fotos ni mucha información acerca del dueño ni del vecindario donde estaba ubicado el inmueble, pese a lo cual –recuerda ella– consiguió una "joyita perfecta", de una habitación, en la que vivió felizmente durante 15 años.
Melissa hace también alusión a toda la investigación que es posible hacer hoy en día a la hora de reservar un cuarto de hotel o una mesa en un restaurante, o al adquirir una prenda de vestir, entre otras cosas; a lo que se puede sumar ese afán desmesurado que nos invade por obtener información detallada, hacer tours virtuales y buscar reseñas de otros s, antes de hacer una compra o de contratar cualquier servicio.
Resulta paradójico ver cómo ahora, a pesar de que la expectativa de vida es más larga, vivimos dominados por el afán, como si no hubiera un mañana.
En otras palabras, estamos sometidos todo el tiempo a un rito de control excesivo y de planificación extrema con el que a la larga se reduce prácticamente a cero la posibilidad de improvisación y se elimina casi por completo el factor sorpresa, cosa que no necesariamente se traduce en un mayor disfrute. Es más: coincido con la columnista cuando insiste "en la idea de que una menor cantidad de información puede mejorar la experiencia", pues al fin y al cabo muchos placeres de la vida están ligados a los caprichos del azar, a circunstancias que se salen de nuestras manos, pero que nos pueden llevar a hacer descubrimientos muy gratificantes, y que quizás nos estamos perdiendo por cuenta del abuso de la tecnología y la tiranía de la inmediatez.
De hecho, resulta paradójico ver cómo, a pesar de que en la actualidad la expectativa de vida es mucho mayor, vivimos dominados por el afán, como si no hubiera un mañana. Por ejemplo, el turismo ya no tiene la misma gracia de antes, pues ahora los viajeros nos inundan con fotos, audios y videos desde el momento en que toman el taxi en la puerta de su casa hasta cuando llegan a su destino, pasando por los controles del aeropuerto o la acomodación en el avión. Y en todo el trayecto, cada movida, por insignificante que sea, es registrada en sus celulares, para ser transmitida en vivo y en directo por WhatsApp o compartida en las redes sociales. Aquellas reuniones que se hacían con familiares o amigos después de cada viaje para contar anécdotas y ver fotos son impensables en este planeta hiperconectado.
En definitiva, la vida era muy distinta –por no decir que más intensa– cuando dependíamos de la escueta información de los avisos limitados, cuando esperábamos el revelado de las fotos, cuando digeríamos las noticias que salían en los periódicos, cuando le pedíamos ayuda a la operadora de Telecom para hacer una llamada de larga distancia o cuando aguardábamos con ansiedad la llegada del cartero. En cada caso, esos momentos, horas o días de espera le daban un valor muy especial a cada vivencia.
Por desgracia, esas motivaciones han terminado refundidas entre los pixeles, los megabytes o los algoritmos de una modernidad mal dosificada en la que la identidad ha sido suplantada por un avatar, las llaves por s, los abrazos por likes, las emociones por emoticones, las conversaciones por chats y la realidad por la virtualidad; en un mundo con interacciones más numerosas, pero más frías; con experiencias más variadas, pero también más efímeras.