Por décadas, la ineficacia de las Naciones Unidas, en especial de su Consejo de Seguridad, ha sido un tema recurrente en la arena internacional. Si bien es cierto que en 1945 y en los años posteriores logró evitar una tercera guerra mundial, en medio de la “guerra fría” entre los bloques capitalista y el soviético, no lo hizo con las guerras o conflictos regionales, inducidos o provocados por las grandes potencias, como los generados en Vietnam o en el Medio Oriente.
Mientras tanto el mundo espera y desespera: hoy en día, no se trata de guerras en el sentido clásico de la palabra, solo son violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario. Los grupos terroristas atacan a la población civil y “colateralmente” a objetivos militares. La respuesta militar de los poderosos aparatos de muerte de ciertos países no se hace esperar provocando miles de muertos en la población civil, en la niñez y en los desamparados y alcanzando “colateralmente” objetivos militares.
Los verdaderos perpetradores de estos delitos de “lesa humanidad” no son únicamente los autores materiales de estos crímenes, sino también aquellos que los facilitan. Los traficantes de armas, los políticos que aplauden de pie en el Congreso norteamericano a Netanyahu o, en el colombiano, al paramilitar Salvatore Mancuso, así como las grandes potencias que, en lugar de buscar la paz, dedican sus esfuerzos a desestabilizar regiones enteras para promover sus propios intereses geopolíticos o económicos.
“Mentirosos” todos los que hablan de guerras o de defensa propia. Para un humanista es imposible tomar partido por la barbarie. Nuestra denuncia sin ambages debe ser necesariamente contra el genocidio o los asesinatos cometidos contra el pueblo palestino, o del Líbano, o de Israel, o de Ucrania, o de Rusia, o de Yemen o, por qué no, de Colombia. Lo demás, son distracciones que solo buscan desviar la atención de la verdadera tragedia: la masacre de civiles inocentes.
Los verdaderos perpetradores de estos delitos de “lesa humanidad” no son únicamente los autores materiales de estos crímenes, sino también aquellos que los facilitan
Por su parte, hasta ahora Latinoamérica ha evitado caer en la trampa de violencia generada por los intereses de las potencias. Alá y Dios han sido compasivos al no permitir su participación en nuestros conflictos internos o en las diferencias fronterizas. Están ellas, por fortuna, muy ocupadas en promoverlas en otras regiones del planeta.
Pero eso no nos exime de culpa. En nuestro país, Colombia, la violencia ha dejado cientos de miles de muertos en las últimas décadas, y aunque intentemos disfrazar la barbarie como un conflicto armado, lo que hemos presenciado en la realidad es un genocidio contra las minorías y una indiscriminada violencia contra la población civil.
¿Y qué nos queda ahora? ¿Negociar una paz parcial, lejos de la paz total? Avanzaremos en la justicia restaurativa, la reparación a las víctimas, la no repetición y ¿firmaremos acuerdos para cumplirlos? Ojalá. Eso sí, jamás renunciando a conocer la verdad y el olvido nunca debería ser una opción. El perdón, por su parte, es un acto de fe que muchos de nosotros no estamos dispuestos ni siquiera a contemplar.
Pero regresemos a lo global. La paz no será posible sin encontrar a los verdaderos culpables de la violencia. No es tan complicado. Son las grandes potencias que no renuncian a sus aspiraciones.
En las Naciones Unidas y el Consejo de Seguridad, si la realidad no fuera la tragedia, podría decirse que hasta jocosas podrían ser sus deliberaciones. La verdad: las grandes potencias y sus gobiernos son los verdaderos culpables de la violencia contra la población civil y las minorías, de los genocidios, los demás simplemente sus instrumentos.
Y, nosotros, de espaldas al mundo y en nuestra propia tragedia. Mientras tanto, la “señora muerte se va llevando todo lo bueno que a nosotros topa”.
GERMÁN UMAÑA MENDOZA