La historia recordará a la Colombia actual como el escenario de un experimento político fallido: un país que, en 2022, entregó el poder a un hombre de extrema izquierda que lo ambicionó durante cuatro décadas y que, al alcanzarlo, se dedicó a todo menos a gobernar. Gustavo Petro ya es el presidente que nunca gobernó. Su discurso de posesión, repleto de promesas grandilocuentes, no fue más que un catálogo de mentiras e incumplimientos. Y a escasos 16 meses del final de su mandato, no hay razones para suponer que algo cambiará.
Desde el primer día, Petro no se propuso istrar ni orientar a la nación, sino cimentar su permanencia en el poder. Ha utilizado todos los recursos a su alcance, muchos de ellos de manera cuestionable, para afianzar su estrategia de supervivencia política. No gobierna: combate y destruye. Ha convertido cada herramienta del Estado en un arma. Su cuenta en la red social X, que prometió cerrar, se transformó en un canal tóxico de confrontación permanente, y sus ministros en activistas dedicados a sembrar discordia y alimentar la turbulencia política como táctica de distracción.
Petro se asume por encima de todo: del Congreso de la República, de la rama judicial y de la institucionalidad en general. Cada revés que enfrenta -consecuencia de su improvisación y la ineptitud de su gabinete- lo responde con llamados a la calle, esgrimiendo el falaz argumento de que “el pueblo manda”. Sin embargo, las marchas que convoca y financia con los impuestos de los colombianos han sido, en el mejor de los casos, insulsas. Y cuando su proyecto político tuvo que medirse en las urnas, en las pasadas elecciones regionales, el veredicto ciudadano fue un rechazo contundente.
La única respuesta posible es la unidad. No por conveniencia, sino por supervivencia democrática.
Su ambición reeleccionista ha sido el motor de su agenda. Anunció una asamblea constituyente, pero la idea fracasó. Luego habló de un referendo, de un plebiscito y, más tarde, de un “proceso constituyente” nacido de su imaginación, todos con la misma suerte. Ahora, en una nueva pirueta discursiva, plantea una “consulta popular” con la excusa de validar sus nefastas reformas al sistema de salud y al régimen laboral. Así, el país asiste al espectáculo de un Presidente que ha convertido su mandato en una sucesión de maniobras de manipulación política, intentando suplantar al Congreso y a la justicia bajo el pretexto de la “participación ciudadana”.
Pero quizás el mayor daño que Petro le ha hecho a Colombia, más allá de su ineptitud y su obsesión con el poder, es la polarización que ha exacerbado. En lugar de simbolizar la unidad nacional, como le ordena la Constitución, se ha convertido en el promotor del odio y la fragmentación. Sus discursos, diurnos y nocturnos, impregnados de rabia y resentimiento, han sembrado una discordia que será difícil de revertir. El deterioro de la seguridad, el colapso del sistema de la salud y la crisis económica son, sin duda, alarmantes, pero el envenenamiento del tejido social será su legado más nocivo.
Ante este panorama, la oposición enfrenta una prueba histórica. Y, paradójicamente, el mayor aliado de Petro en su intento de perpetuarse en el poder no es solo la maquinaria estatal que ha puesto a su servicio, sino la dispersión de sus adversarios. Más de 40 precandidatos opositores parecen más concentrados en alimentar sus egos que en construir una sola alternativa viable. No es la cantidad de aspirantes lo que debería preocuparnos, sino la ausencia de una estrategia común. Colombia no puede darse el lujo de que la ambición personal de muchos termine sirviendo a la codicia dictatorial de uno.
Petro, astuto y habilidoso como es, sabe que, mientras la oposición permanezca dividida, podrá seguir abusando del poder y utilizando los recursos del Estado como su arsenal político. La única respuesta posible es la unidad. No por conveniencia, sino por supervivencia democrática.