Fue en Tibú, Norte de Santander, donde el presidente Gustavo Petro dejó claro que sus amigos han cambiado, y con ello, también las bases que inspiraron su causa.
Las lealtades no existen en política, dicen, y sí, este gobierno no ha sido la excepción. Las cosas, las doctrinas, las formas y los compañeros de lucha han cambiado. El poder introdujo un dramático pragmatismo en el presidente revolucionario y ahora parece importarle más defender a Armando Benedetti que proteger e impulsar a escuderos suyos como Alexánder López, Susana Muhammad o Gustavo Bolívar. Es como si le molestara su existencia; como si castigara su coherencia ideológica con indiferencia y desprecio. En fin, como si Bolívar, Muhamad, López o Augusto Rodríguez le estorbaran.
Con razón decía en ese fatídico consejo de ministros –que evidenció la crisis de los purasangres con los advenedizos– que él no era de “izquierda”. Lo fue, claro, pero ya no lo es y quiere quitarse de encima a los que siguen creyendo en los sueños y las consignas que durante décadas agitaron, para sustituirlos por “los de siempre”; por los que decía aborrecer y ahora, extrañamente, le gustan tanto.
Lo suyo, volviendo a aquel viernes en Tibú, fue la demostración más clara de que la “política del amor” se fue al traste y que vale más ganar con los que saben hacerlo que con quienes siempre estuvieron acompañándolo en el camino.
No sorprende, por eso, que a la vicepresidenta Francia Márquez la hayan marginado. La usaron para ganar, luego la dejaron sin poder real. No aterra a nadie, ya a estas alturas, que el Presidente haya renovado su círculo y cambiado a los más fieles por los que le prometen ganar consultas, consolidar mayorías en el Congreso –aunque sean artificiales– y, quién sabe, mantenerlo a cualquier costo en el poder por sí y por interpuestas personas, de esas que llegaron en paracaídas al “proyecto”, pero que ahora resultan ser tan poderosas.
Nada sorprende, entonces, que al Presidente le fastidie que los “renunciados” hablen en sus eventos públicos, porque decidieron tener vida propia; porque representan a las bases auténticas de la izquierda petrista que saben que las cosas no van bien y que las causas estructurales de la pobreza y la exclusión siguen vivas. Le molestan los que difícilmente van a salir en una misma foto con los contratistas y las maquinarias. Ahora le gustan mucho los que ponen votos a cualquier precio.
Tal vez por eso marchen aparte, en Cali, Francia, Bolívar y López, que aunque no quieran pelear de frente con el Presidente, les dejan claro a sus electores que tampoco se sienten cómodos en la tarima con quienes acompañaron el primero de mayo a Petro en la plaza de Bolívar.
La hora del desamor ha llegado. Y aunque falta mucho tiempo para saber quiénes siguen a pesar de todo, quiénes faltan por venir y quiénes definitivamente se irán para honrar sus principios y creencias, las cartas están jugadas y el primer mandatario está jugando duro, a su nueva manera y con sus nuevos mejores amigos.
Bolívar ha dicho que el amor es desinteresado o no es amor, pero es la lealtad misma con la esencia de la causa que ha defendido toda la vida la que, en verdad, está en juego. Por su parte, Petro le niega hablar en un evento, le puso trabas a su renuncia para tratar de impedir que pueda participar en la contienda, lo regaña públicamente, y su independencia y espontaneidad, cuando les habla a los medios, le molestan sobremanera. El desamor en su máxima expresión, aunque al leal Bolívar le cueste trabajo notarlo.
El problema de fondo no es, sin embargo, que Petro haya dejado de querer a Gustavo Bolívar, sino que, sencillamente, dejó colgadas a sus bases y las cambió por otros; esos de los que, en el pasado, tanto denigró.